Ese reptil anegado en barro.
La experiencia del frío verde
y la humedad,
las calles desiertas
al grito.
El residuo animado y chirriante
que deja el dolor
tras de sí.

Nada.
Nada alrededor.

Como si un muerto
anidase el vientre.

Y una advertencia en el aire:
el dolor lo engulle todo.
CHOCOLATE AZUL


La primera nevada del año. La casa silenciosa y la chimenea encendida. Todo ordenado, limpio. Ni un solo ruido. Todo quieto, intacto. Los niños aún no se habían despertado. Todavía quedaba algún bombón en la caja. Pocos, muy pocos. Era una caja enorme. Todos de licor. Eso decía el envase: bombones de licor. La abuela estaba allí, junto a la caja, en la cocina. Despedazando los que quedaban. El líquido azul le chorreaba en la falda. Todo en silencio, al fin, pensaba. Todo en silencio. Ya sólo quedaba uno, el último de la caja. Abrió la boca y se lo tragó sin pensar. Cayó al suelo.
Entonces recordó la imagen exacta en la que inyectó el veneno, con la jeringuilla, en el primer bombón. Aquel líquido azul que compró el viernes pasado. Silencio, pensó.

NEW YORK STORIES

SONG TO THE SIREN

NE ME QUITTE PAS

EL TOPO




Todavía estaba aturdida por el golpe. Giró la cabeza y vio que su hermano no se movía. Llamó a su madre. Ella no respondió. Mami, mami…Gemía, le dolía todo el cuerpo. Intentó desabrocharse el cinturón. Una vez libre, se acercó al asiento delantero. Mamá…Pero aquella no era su madre, apenas podía distinguir su cara entre el amasijo de hierros. Buscó su mano y la acercó a su rostro. Estaba fría, helada. Volvió a mirar a su hermano. Yacía en la sillita sin moverse, como dormido. Tenía la camiseta manchada de sangre. La niña volvió hacia atrás, empujó la puerta una y otra vez. No podía, no tenía fuerzas. La empujó con las piernas y la cabeza. Cayó en el asfalto. De repente se sintió mayor. La carretera estaba vacía. El coche ya no parecía azul. Su color preferido siempre había sido el azul. Comenzó a caminar. Cojeaba y sentía un dolor punzante en la cabeza. Hacía mucho calor. Siguió caminando durante un rato. Se paró en seco, algo se movía en el borde de la carretera. Fue hacia allí. Parecía una rata. Le dolía cada vez más la cabeza. El sol le impedía ver bien aquello que se retorcía. Una rata, pensó. Se acercó. De pronto recordó el bicho aquel que habían encontrado en el jardín la semana pasada. Su padre había dicho que eso no era una rata, eso era un topo. Aquella palabra le sonó rara, como inventada. Pero ahora sabía que era real: aquello que se retorcía en la cuneta era un topo.
EL FINAL DEL CUENTO

en homenaje a Inés Toledo y su libro El final del cuento


A veces
tengo sensación
de batalla perdida,
de general
con hombres muertos
a sus pies,
con manos ensangrentadas
pero inútiles…


Cansancio acumulado.
Elaboración de tácticas
y estrategias
estudiadas con precisión
de bisturí
y a las que siempre
vence
el caos
del mundo
más cotidiano.


A veces
siento
que ni los cuchillos
más afilados
logran
cortar bien la carne.
Siento que poco
o nada
tiene sentido.


Y sin embargo,
en contadas ocasiones,
veo con claridad, exacta,
de halcón
desde las alturas,
como la verdad
vence al cobarde;
cómo el triunfo
está asegurado
desde el principio
para aquéllos
que se mantuvieron firmes,
los locos, los salvajes,
los que no se dejan domesticar:
los más cuerdos
entonces.
Y sé que noches de cuchillo
y ruido ensordecedor
les preceden,
espinas bajo sus pies,
clavos ardiendo
siempre
en sus manos
y muñecas rotas.


Al final
del cuento
la paz
llega a los ojos
del indómito
con la facilidad
con la que el cielo
abre sus puertas
tras la tormenta.
Benditos sean
aquellos
que han logrado
sobrevivir
al desierto.
INSTINTO





El viejo solía ir a cazar solo. El y aquel perro gris que le seguía a todas partes desde que apareció junto a la verja. Ya no hacía tanto frío, el invierno dejaba paso a la primavera. Era temprano, las ocho o nueve de la mañana. El bosque parecía el lugar más tranquilo del mundo. La escopeta pesaba más que la última vez, ahora empezaba a notar eso de la edad. El perro le seguía sigilosamente, contento, olisqueando aquí y allá. Hacía casi dos años que no salía de caza. Apenas quedaba nada que mereciese la pena por allí.
Se vislumbraba un claro al fondo, cerca del río. Decidió bajar y dejar que el perro bebiese un poco y echar un vistazo. El río tenía un caudal abundante todavía, nada que ver con el que él había conocido de niño. Todo había cambiado. Ahora estaba solo. Recordó a su padre pescando en ese mismo río, cerca de casa; y cuando él y Tomás se bañaban y resbalaban con las piedras. Junto a ese mismo río había conseguido arrastrar a Teresa, y convencerla de su amor mientras le subía la falda. Ella opuso resistencia pero a él eso nunca le importó ni antes ni después de veinte años de matrimonio. Ahora ella estaba muerta y él seguía allí, de caza, con aquel perro viejo como él.
Un chillido alertó al perro. Salió corriendo hacia arriba, hacia el bosque. El viejo cogió la escopeta en la mano y subió. Cuando iba a llamar al perro recordó que no sabía su nombre, si es que tenía alguno. Silbó. Se paró en seco, intentando escuchar algo. Nada. Ninguna señal. Siguió caminando. Le pareció ver a dos chicos alejarse corriendo. Oyó sus risas y una especie de gimoteo más cerca. Se dirigió al lugar del que parecían huir. El instinto le decía que allí no pasaba nada bueno. Ya no se escuchaba nada, ni risas, ni ninguna voz. El perro apareció de pronto entre los arbustos. Se alegró de verlo, pero no sabía por qué. Odiaba ese perro, le recordaba a él. Era feo y flacucho, tenía todas y cada una de las costillas marcadas. Había recibido más de un golpe, eso sin duda. El perro se acercó moviendo la cola. Traía algo en la boca. El viejo se agachó y lo cogió: era un pedazo de tela, con flores y muchos colores. El perro ladró, orgulloso de su hallazgo. Escuchó de nuevo un llanto cerca, le hizo un ademán al perro para que se callara y se acercó a los arbustos de los que el perro había salido. Vio a una chica semidesnuda, alejándose, torpe, cayéndose al suelo a cada paso. Tenía el pelo alborotado y se alejaba sin rumbo. El viejo decidió que ya era hora de regresar a casa. Eran las doce y tenía hambre. Le hizo un gesto al perro, colocó la escopeta en el hombro izquierdo y se marchó. El perro cogió el pedazo de tela en la boca y siguió al viejo.
BLESEÉ


A David González, quien abrió la puerta aquel día tan frío



Años y años
muerta
de frío.


Herida.
Rota.


Los buitres
me arrancaron
los ojos
hace
demasiado
tiempo.


Inocencia
extirpada
a dentelladas.


Pero confianza
ciega
todavía
en quien ahora,
en este mismo instante,
abre la puerta
y entra.


Mis ojos
en sus ojos.
Lentamente…
LA SOMBRA DEL TECHO



Por las noches escuchaba al niño corretear por el pasillo. Miraba al techo y se preguntaba qué hacía un niño levantado a esas horas. Todas las noches lo mismo, a las cuatro en punto. A veces, despertaba a su marido para que lo escuchase también. Aquello era raro. Acababan de instalarse en el piso, apenas conocían a sus vecinos. El niño tendrá algún tipo de problema, pensaba. Noche tras noche, el niño y su carrera infinita por el pasillo. Al día siguiente se levantaba aturdida, con los pequeños pasos del niño en la cabeza. El niño gritaba: ¡Papá! Tendría unos seis años, imaginaba.
Un día se cruzó con sus padres en el portal. Les preguntó: ¿Qué tal el niño? Ellos se miraron sorprendidos. La mujer contestó: Cuando nos casamos decidimos no tener hijos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Esa noche apenas puedo dormir, ni la siguiente, ni la otra, nunca.

LA CHICA DEL PUENTE, PATRICE LECONTE

EL RING

Él dijo: pide un deseo. Ella dijo: un saco de arena y unos guantes de boxeo. Un profundo silencio invadió la sala. Dios bajó la cabeza, se sintió impotente.

El Cuaderno Griego. Ed. Universos, 2008

DINÁMICA DEL FRÍO

I


El dolor. La soledad y el frío. Cómo enfrentarse a eso. Cómo hablar de ello. Nunca hay palabras suficientes para describir ciertas miradas. Una especie de sombra entre los vivos, un no muerto. Eso eres ahora.


El silencio del que espera. El miedo acecha en cada esquina del cuarto, en cada recuerdo… Enmudecer, el dolor te silencia por dentro.
Se busca aliento en el cuerpo ajeno como quien suplica cobijo bajo la noche. Pero se vive en la desesperanza, nadie puede cambiar eso, ningún cuerpo, ninguna caricia, nada.
Habitar ausencias. Volver a los libros, al amante de la china del norte que ama con desesperación, dice Marguerite Duras, a la frágil niña. Ver cómo ellos se abandonan bajo las sábanas, intentando huir, escapar de la soledad y el miedo. Y se aman como nadie lo había hecho nunca antes. Duras: “escribir es contar una historia que ocurre por su ausencia”. La capacidad de reflejarnos en una historia, de ver a través de ella, de descubrirse en ella.


Callarse por dentro, eso es el dolor. Que no quede nada por decir. Como si un siglo anidara bajo los pies. Hay una eternidad de ausencias, de acariciar nadas, de restar sin más.


Y cuánto dolor nos cabe en la boca, en una vida, en un silencio. Cómo averiguar si el cuerpo resiste caída tras caída, el ejercicio brutal, repetido tantas veces, de levantarse una y otra vez. Una batalla sin tiempo, sin horizonte final, una extensión ilimitada.


Cuando reconoces el dolor, lo conoces de cerca, nada vuelve a ser igual. El miedo acecha siempre. El frío es algo más que una sensación, forma parte de ti. En algún momento dejas de existir incluso, no hay cuerpo, sólo una soledad fría cuyo reflejo en el espejo te recuerda que sigues vivo. Todo ha cambiado pero en el escenario el protagonista sigues siendo tú. La lucha continúa. Aunque el cuerpo no responda, ni quiera hacerlo, el espectáculo sigue su curso. O abandonas por la puerta trasera y corres hacia la nada, o decides pelear. Decidas lo que decidas el dolor te acompaña siempre.


Volver a Duras: “En el libro hay eso: la soledad es la del mundo entero. Está por todas partes. Lo ha invadido todo. Sigo creyendo en esta invasión. Como todo el mundo. La soledad es eso sin lo que nada se hace. Eso sin lo que ya no se mira nada. Es un modo de pensar, de razonar, pero sólo con el pensamiento cotidiano. También eso está presente en la función de la escritura y ante todo quizá decirse que no es necesario matarse todos los días desde el momento en que todos los días podemos matarnos”.


El dolor como un perro rabioso que te agarra fuerte y no suelta. La impotencia total frente a él. No hay armas, ni herramientas, nada es suficiente. Cuando alguien intenta nombrarlo, descifrarlo, los sonidos desaparecen en la garganta. Sólo el silencio. Un silencio espeso y denso.


El dolor te convierte en una especie de no muerto entre los vivos, un ser extraño entre dos mundos. Cuando se conocen ambos lados nada vuelve a ser lo mismo. El no muerto se sitúa en un plano distinto al resto. No hay entendimiento posible entre un plano y otro. El no muerto conoce, ha visto, sentido, puede comprenderlo todo, el vivo camina despreocupado, de la tormenta sólo conoce el rayo.


La garganta se rompe cada vez que el no muerto hace el inexplicable esfuerzo de expresar, de realizar el acto carnal de comunicarse: hablar con silencio. Y su silencio se convierte en un silencio a voces que nadie entiende porque no saben, ni pueden, descifrarlo. La necesidad, la búsqueda, la impotencia de no saber a dónde te diriges y por qué. El tiempo del no muerto, lento y pausado, marcado por el golpe más reciente. Un tiempo que no acaba. Un descanso finito o infinito que no llega. Un descanso que desconoce, que ni alcanza a intuir. Mitigar el dolor. Pensar en los pequeños apartamentos con mucha luz, las casas grandes de techos altos, el espacio donde esconder el silencio o que el silencio hable de una vez por todas. Creer en esa posibilidad mínima.


El no muerto intenta hablar de nuevo. Vomitar lo incomprensible. Incoherencias. Certezas cojas.


La soledad como espacio indeterminado e indefinido cuyos límites cambian constantemente. El frío como compañero inseparable y fiel. El dolor como centro neurálgico. Un universo propio.


Es como si Gregor Samsa hubiese sobrevivido y la repugnancia y el dolor lo contaminasen todo. El no muerto se siente condenado al recuerdo. Después de haber visto, conocido…


Un pequeño oasis en el dolor, una imagen: la necesidad de conocer Trouville, de acariciar el mar. La vie tranquile (M.Duras)
Perdidos ante el dolor, desnudos, todos iguales, sin piel, sin rostro, sin nombre. El dolor lo engulle todo.


El no muerto acaricia un rostro desconocido y se busca en la caricia del otro. Intenta ver la luz en su piel. Se deja. Husmea. Se acerca. Y después la distancia inevitable. Silencios elocuentes. Tocarse para ser visto. Sentir animal bajo la mirada. Buscar. Buscarse en otro.


La mirada infinita del emigrado.
Perderse en la carencia. Lamer heridas, gemir noches enteras como bálsamo. Piedras de dolor que magullan. Restos. Tiempo oxidado.


El no muerto reconoce que toda su vida ha sentido frío. Su vida ha sido el frío y nada más. Ausencias. Reconocerse en el espejo duele demasiado: sentir un punzón ardiente atravesándote la garganta. Desear gritar. Saberse diferente, extraño.


La soledad total. El frío en los huesos. Caminar con miedo, como si la tranquilidad primera no hubiera existido nunca. En el punto cero ya existía el dolor. Comprender que no hay argumentos posibles para descifrarlo, nada sirve.


Aflicción: el reino de los no muertos.


Un perro sombrío en el espejo, desdentado, aullando, perdido...El no muerto sigue caminando. Continúa la espera, la salvación imposible del no ser. Difícil ver sin dios. El no muerto camina.


Apariencias que se desdibujan. Aullidos muertos. Callarse por definición, musitar dolores, enmudecer como firme propósito.


Comer temblando. Conciencia de haber muerto en ese instante. Y ese atisbo de luz, ese presentir que quema tanto.


La fuerza brutal de levantarse. La expresión mutilada de la impotencia. Sentirse muerto y caminar entre vivos. Sin remedio. Aullar. El no muerto continúa.


El miedo a permanecer vivo en el dolor. Y la experiencia del frío. El frío a cada paso, en cada esquina.


La soledad de las casas llenas. De las personas, de un mundo alrededor que no ve.
Extrañeza de continuar. La soledad de estar vivo y que nada importe, que el dolor lo inunde todo.


La mirada perdida del no muerto frente al mundo. El asco de ver por dentro la realidad, de oler el hueso tras el rostro. El asco de conocer, haber visto, haber palpado de veras. El no muerto busca humanidad, cree por un momento, y halla escombros como respuesta. El que ha sufrido demasiado y lo sabe, y que llegado este momento los caminos de regreso se pierden. El no muerto pierde la sonrisa por olvido.
Y entre escombros una pequeña pared en pie, piedras que no dependen ya de nadie. Oportunidades siempre remotas.
El dolor como nunca antes. Cuerpo infinitamente masacrado. No gemir por absurdo, la inutilidad de saber, saberse, haber visto, conocer respuestas. La indefensión y el poder del dolor, la contradicción misma. El vértigo de conocer la caída y la extrañeza de haberse levantado. Mirar desde dentro hacia fuera. El no muerto se reconoce en cada piedra del suelo. Continúa. Recuerda de pronto el agua bajo los pies desnudos, la caricia de la arena, la desnudez, el sol quemando, y se abandona. Creerse vivo por un momento. Recordar Trouville sin haber estado nunca allí. La dulzura de los paseos a media tarde. El olvido. El sueño del no muerto. Resquicios de esperanza aturdida.


La crueldad de las carencias. La soledad marcando el paso.


El no muerto se rinde una y otra vez, y pelea, y se esconde, nada es definitivo. Se abandona. Se convierte en una llanura desierta. Y observa. Ve el miedo, el alcance del vértigo. Escupe palabras para tapar el llanto.


Girar la llave de la memoria. No querer ver más. El no muerto se niega a haber sido visto.


Hundirse y no pasar nada. Extrañeza. El no muerto frente al espejo intentando reconocerse en algún gesto, las muecas del dolor. Saber que el camino de regreso no existe ni ha existido nunca.


El no muerto se levanta, continúa despacio.


Sorpresa ante la inusitada atención que despiertan los muertos que han sido rechazados en vida. Dónde el equilibrio. Cómo buscar la mirada justa.


La tragedia del no muerto de ver más allá. Donde los demás no llegan, donde el resto siente miedo y aparta la vista.


El no muerto, el que amanece como un aullido.


Tapar el dolor con restos del pasado. Rescatar al amante, su anatomía. Esconder la realidad en el cuerpo ajeno, el cuerpo amado. Olvidar o intentarlo al menos. Buscar respuestas. Los cuerpos como universo, ese momento en que permanecen entrelazados y el tiempo se detiene. La cópula como huida salvaje, definitiva. La no identidad. Ese momento en que dos se convierten en uno, esa extenuación final donde no hay lugar para el dolor. Creerse vivo en el amante y su cuerpo, como única forma de sentir la piel caliente todavía.


Fingir que no has muerto, borrar marcas y heridas, y no lograrlo nunca.


Enmudecer siempre. Aullido.


El no muerto no cree en el amor. En las servidumbres que el hombre impone. Cree en el momento que precede al beso, en esa cercanía intacta del todo es posible. De la identidad definida en ese mismo instante. Esa pertenencia. Su reflejo en el cuerpo amado. No creerse ningún milagro, sólo la mano que acaricia sin preguntas.


El no muerto sabe que debe continuar pese a todo. Se levanta y camina sin rumbo.


El dolor permanece agazapado, al acecho. El peor, el que calla, el que aúlla por dentro.


El no muerto se resucita cada día. Sobrevive de nuevo. La soledad cerrada del no muerto. El miedo a descubrirse vivo por un momento y que el oasis le invada.
Permanecer quieto. Brutalmente atrincherado.
Como un gato enjaulado volviéndose loco.


Incapacidad de querer. De creer en otro.


El no muerto se pregunta cómo matarse si ya estás muerto.


Esperar el final. Alivio. Siempre existe un final, aferrarse a eso.


Dolor. La corporeidad del dolor. La atrocidad del dolor en la materia inerte pero blanca todavía. Que el cuerpo aúlle.


El no muerto llega a la conclusión de que seguir viviendo, permanecer, es totalmente ridículo. Caer en el absurdo, de nuevo. Esa brutalidad de seguir. Sentirse en el dolor. Desconocimiento absoluto de lo que va más allá.


Escombros.


El no muerto se identifica con el perro viejo y magullado que nadie quiere. Lo ven. No lo tocan. Son cómplices del dolor. Le abandonan al desierto.
El no muerto desea que los ojos que observan el dolor sin inmutarse lo sientan en carne propia. Que reconozcan el dolor del mundo entero de repente, en un fogonazo. Y que puedan sentir el dolor de cada noche, cada día que el perro recorrió a rastras la ciudad. Y que sientan su dolor en cada dolor ajeno. Que así sea.


El no muerto anhela una palabra. La palabra exacta.


La extenuación de haberse convertido en un animal sin saberlo. De haber sido herido y no saber nada más. Temer las cercanías. Identificar caricia con golpe. Desconocer términos, significados. Haber vivido demasiado tiempo en el dolor.
Y el miedo.


El no muerto desea por un momento arrastrar al infierno a todos los que participan en la agonía del perro viejo. Al fango. Esperar, ingenuamente, que así comprendan.


Contemplar las heridas, las cicatrices, ver su rostro, su trayectoria, el camino que las conduce. El no muerto sabe explicarse en ellas.


El no muerto desea poner las cartas sobre la mesa. Hablar de la hipocresía de seguir viviendo, de la mentira que se aplaude cada día. De aterrizar sobre espinas y no sentir nada ya. Hablar de lo que nadie se atreve a decir, de lo que callan. Del grito silenciado. De nombrar las gigantescas heridas que ve a su alrededor. Del amor. De lo que se considera amor o comodidad, o cama y siesta. Del amor con cama y siesta y luego cama otra vez, y en medio ternura, y pasión. Añadir respeto a la cama y siesta para llegar a la pertenencia. O apartar la vista y convertirse en cobardes, fingir, seguir al rebaño.


El no muerto descubre que escribir no salva. No es suficiente.


El no muerto se hiere como escape. Observa la piel enrojecida y sabe que eso tampoco es suficiente. Ver la sangre y no pasar nada. Lamerse las heridas.


Como un gato enjaulado volviéndose loco. Loco. Sin salida. Loco.