CONGRESO


Reunión. Congreso Internacional. Salas blancas. Carpetas. Monólogos infinitos. Cuestión de tiempo dejar de escuchar el ruido interno, las voces. Multitud de palabras lanzadas al viento. La madre y el niño al fondo, en silencio, inmóviles. La madre que agarra con fuerza la mano del hijo. El niño quieto, como recién llegado al mundo, los ojos grandes, las alas rotas por el veneno con el que inundan sus venas cada tres semanas, a veces cinco. Los daños colaterales a los que el médico se refiere siempre con eufemismos, las molestias que toda supuesta curación implica. Lo que sólo el ojo de la madre ve y el niño siente, padece, en carne propia. Aforo completo, sin embargo. Hombres y mujeres que tras la mesa sonríen satisfechos ante su brillante exposición técnica. Y el niño que sigue sin entender, que sufre. La mano de la madre que aprieta fuerte. El congreso llega a su fin, el éxito se refleja en los medios de comunicación pero no en la cara del niño. Tras la última ponencia los más prestigiosos especialistas en oncología abandonan la mesa y charlan de forma animada. Entonces la madre decide acercarse. El niño camina despacio, como un caracol desnudo, sin protección, sigue la mano que le aprieta fuerte. La madre suelta la mano del niño para alcanzar el brazo de uno de ellos y, entonces, dice con un escaso hilo de voz: “Mi hijo se muere”. Atónitos ante las molestias que esta madre les provoca ahora, se miran entre ellos como buscando la solución que sin duda no han encontrado, pese a intentar demostrar algo que ni ellos mismos podrían definir con exactitud. El niño se acerca a ellos, se abre paso entre las piernas de la madre y les pregunta: “¿Tienen un caramelo?”. Los más prestigiosos especialistas del mundo sienten verdaderas molestias estomacales al escuchar su voz. La madre busca temblorosa en su bolso algo que ofrecer al hijo.