Sobre "Breve testimonio de una mirada", de Ana Vega. Por Rebeca Álvarez

¿Quién no ha sentido alguna vez ese vacío que deja un abrazo tras una despedida? El olor, cada vez más difuminado,
que deja en nuestras sábanas la ausencia. La piel y su memoria, sin huella, que se va confundiendo despacio
con el roce de la ropa. Los brazos, finalmente, rodeados sólo por el aire.

De eso, y de muchas más cosas, nos habla Ana Vega en Breve testimonio de una mirada; a través de poemas depurados
y sin apenas adornos. Hablar del deseo, con semejante contención formal, es una apuesta tan atractiva como arriesgada.
Y la gana.

El invierno parece nacer del hambre, el desasosiego y el frío que provoca la ausencia; de ese único plato sobre la mesa
del que nos habla. Y del silencio. De la ansiedad de saborear sin el sentido del gusto, de acariciar sin tacto. De no poder
besar.

Todo ello contrapuesto al vértigo que produce la proximidad. A esa necesidad, tan vital e imperiosa,
que provoca el amor.