Escritura del dolor, conciencia de las palabras

Ana Vega refleja en su poemario Auschwitz 13 el sufrimiento que viene de lejos y se perpetúa en el presente

 
Marcelino Iglesias
 
 
 
 
Auschwitz 13. Ana Vega. Amargord Ediciones, Madrid, 1913
 
 
 
 Que no abran las páginas de este libro quienes busquen una lectura reconfortante o fácil. Porque quien por primera vez lea a Ana Vega y esté exento de prejuicios literarios acusará al punto el impacto de una escritura sin concesiones: palabra acerada -como el corte del cuchillo al rasgar la piel, al desgarrar la carne-, de un laconismo inquietante, brevedad intensa de la expresión. Y así se van sucediendo los fragmentos -¿poesía sin las ataduras del verso?, ¿prosa poética? Literatura sin más-, haces de luz que, como las ráfagas de sus potentes reflectores, iluminan aquí y allá rincones del campo, que dejan al desnudo con sus fogonazos una crueldad sin límites, ejercida tan gratuitamente, tan sistemática y productiva: restos de lo que fueron seres humanos, masa apilada, huesos que serán rentabilizados como pastillas de jabón o grava para las flamantes carreteras del Reich.
Es la de Ana Vega una pintura realizada con las manos enfangadas de dolor, y un pincel que gotea percutiendo en la conciencia: tiras de piel, jirones de carne, cabellos adheridos a la superficie del lienzo. No hay aguarrás que limpie ese pincel que refleja el sufrimiento de una parte de la humanidad sometida a violencia extrema. Y un insoportable hedor que no disipa el transcurso del tiempo, que se perpetúa en la conciencia. Artesanos del mal, ejecutores y verdugos cambian, se transforman, pero el daño infligido permanece inalterable a lo largo del tiempo; viene de atrás y fluye en ese río que se perpetúa. Pero en esas páginas de la infamia universal los campos de concentración alcanzan una de sus más elevadas cotas de cantidad y perversa calidad.
El lector, ya atrapado en la red, continúa leyendo. Palabra tensa, filo incisivo del lenguaje. Un látigo cimbrea amenazador en el aire, descarga su golpe seco: herida limpia en zigzag, en la piel marcada con el signo identificador, esa estrella proscrita. El látigo incrusta su letra en la piel, brota la sangre, tinta roja a borbotones, escritura del dolor, persistencia en la memoria, imborrable huella reptiliana.
Y mientras al leer iba calando en el ánimo la aflicción por el sufrimiento de las víctimas -compenetración y empatía-, se filtró el nombre de Paul Celan, quien consiguió escapar aquella noche en que supo que iban a por ellos, pero no logró que lo hicieran sus padres: "Perdóname, madre, por escribir en la lengua de tus asesinos". Y el de Adorno y la polémica suscitada: ¿Es posible la poesía después de Auschwitz? Y el de Hanna Arendt y su no menos polémica consideración sobre la banalidad del mal. Y el de Jean Amèry, superviviente en varios campos y torturado con saña: el puño del policía acaba con una parte de nuestra vida que nunca vuelve a despertar. Y el de Primo Levi y su trilogía sobre el campo que, como epítome del mal programado, evoca con intención Ana Vega en su título.
Ése es el ámbito del sufrimiento y éste su espacio literario. Ya el propio epígrafe Auschwitz 13 remite a una topografía del horror: procedimientos eficaces para exterminar a un pueblo (¿y ellos ahora, se pregunta inquieto el lector, qué están haciendo con los palestinos?) con criterios de rentabilidad económica y eficacia productiva. Víctimas y verdugos: descenso al infierno del miedo, del de entonces, del de siempre, del que se perpetúa también en la distancia corta, entre las paredes del hogar, amargo y terrorífico hogar tantas desdichadas veces; ese recinto -en nada sagrado entonces- en que tantas barbaridades se perpetran, que tanto sufrimiento y violencia cobijan. Significativamente, además de Auschwitz el título lleva como apéndice el número 13, el del año en curso: la pervivencia del dolor que, aunque haya alcanzado su cenit en los campos de concentración, viene de lejos, se perpetúa hasta hoy: "Él dijo: No, jamás golpear a un animal herido. El perro se alejó renqueando mientras el hombre sonreía botella en mano. Él dijo: No es de hombres, nunca he pegado a una mujer. Fue entonces cuando una niña entró en el lugar y despacio, muy lentamente, se quitó el vestido y abrió sus vísceras rotas por dentro. He ahí el origen de la hipocresía".
Y así, en estas intensas páginas, se van encadenando los fragmentos, muestra de esa rama fecunda de la literatura que se ha ido decantando por lo breve, porque acaso, como señaló Canetti, abarcar una totalidad de la vida sólo sea ya posible en lo fragmentario.
Acabado el libro, el lector levanta la cabeza, alivia la tensión con un suspiro hondo: tiene la seguridad de hallarse, recordando a Antonio Machado, ante una voz y no un eco; ante una escritura más que desnuda, desgarrada, que no incurre en el fácil recurso del patetismo, que ahonda sin concesiones en el dolor, que patentiza la desnudez de las víctimas, siempre inermes ante el verdugo. Sin duda, Ana Vega estará de acuerdo con Susan Sontag en que el escritor es el sufridor ejemplar: como ser humano, sufre; como escritor, transforma su sufrimiento en arte.
En suma, lenguaje tensado hacia la exactitud (así definía la poesía Paul Valèry), acerado y sin fisuras, que golpea muy adentro: aquí el lector no se puede escapar por la gatera; no la hay. Está también él solo ante el horror: Mírate al espejo. ¿Qué ves reflejado? ¿Qué hubieras hecho tú, caso de haber sido un guardián del campo? "Creamos monstruos y luego los ejecutamos. También hipocresía interna del inocente. Todos llevamos las manos manchadas de sangre". Lector consternado. Silencio. La escritura: ¿catarsis? Cómo dudarlo siquiera: las palabras no son inocentes, tienen conciencia. Y la literatura supone una forma de estar en la vida, de verla y de transmitirla desde la perspectiva de quien escribe. Y por qué escribir.
Cuando a Robert Walser, internado en el manicomio de Herisau, un amigo le preguntó si escribía, el paseante maestro de lo breve le respondió lapidario: "No estoy aquí para escribir, sino para enloquecer". Tal vez por el convencimiento de que este desquiciado mundo que habitamos sea un extenso frenopático vallado, algunos escriben: para no enloquecer ante tanto sinsentido, ante tanto sufrimiento y dolor, sobrecogidos al enfrentarse al corazón de las tinieblas: "¡El horror! ¡El horror!".


http://www.lne.es/cultura/2013/12/02/escritura-dolor-conciencia-palabras/1508812.html