Presentamos el nuevo libro de Groenlandia

 



La edad de los lagartos,

 

de Ana Vega

 



Cubierta de Felipe Solano

Ilustraciones de Bárbara López

Diseño de Ana Patricia Moya

 

Prólogos de Jaime González y Carmen Cambres

Epílogo de Francisco Priegue

 



Ya disponible, de momento, en las diferentes plataformas de la red:

 


 


 

 

Muy pronto, en el resto y en la página web oficial.









¡Miradlos qué viejos son!
¡Qué viejos son los lagartos!
¡Ay, cómo lloran y lloran!
¡Ay! ¡Ay, cómo están llorando!

FEDERICO GARCÍA LORCA...

Dicen quienes estudian los recovecos y circunvalaciones del cerebro humano que este órgano es uno y trino. Uno, en su unicidad y funcionamiento total. Y trino, porque la Evolución – ciega y chapucera como una parca – lo compuso de tres módulos ensamblados el uno sobre el otro. Tres cerebros en uno. A saber, de más moderno a más antiguo: el cerebro neomamífero, el cerebro paleomamífero, y – viejo y agazapado como un saurio – el cerebro reptiliano.
El raciocinio del que tan orgullosos nos sentimos es un producto de la corteza exterior, todavía nueva y reluciente en comparación con las otras dos capas. Pero también están los sentimientos y emociones, que proceden del cerebro intermedio. Y los instintos y automatismos básicos de supervivencia, que proceden de la parte más arcaica del encéfalo. Se conjetura que el cerebro reptiliano se desarrolló hace unos 500 millones de años. Cuando los dinosaurios poblaban la tierra.
Los estegosaurios, triceratops y diplodocos no se complicaban mucho la existencia. Ante un problema o amenaza solo concebían dos opciones. Huir o pelear. Nada de sentimentalismos. ¿Para qué sentir – no digamos ya pensar – cuando solo hay tiempo para actuar? Comer, beber, mantener la temperatura corporal, sexo, territorialidad, conjurar el peligro, anidar, descansar, volver a empezar. Sobre todo, sobrevivir.
Solo sobrevivir. Para un saurio no cabe sentir, analizar, ni mucho menos temer que el cielo puede caer sobre su cabeza. Contra eso no se puede ni pelear ni huir.
Algunos millones de años y media docena de grandes extinciones después, nuestra especie, gracias a su triple cerebro, se enorgullece de haber creado la cultura, las artes, las letras y las ciencias. Escarbamos en los huesos fósiles y descubrimos que los grandes reptiles habían dominado antes el planeta. Y al escarbar en nuestro cerebro, descubrimos con espanto que los reptiles también habían estado antes allí.
El cerebro consciente prefiere ignorarlo; pero algunos ya no nos sorprendemos cuando, al rascar la fina capa de cultura que nos presta apariencia señorial, asoman bajo la piel humana escamas de lagarto. Cuando la supervivencia básica está asegurada, florecen el pensamiento elaborado y la interpretación creativa del entorno. Pero ante las situaciones de peligro extremo se pone al mando el cerebro reptiliano, que, como en el tópico bélico, puede alcanzar el supremo heroísmo o cometer las peores atrocidades. Todo por sobrevivir.
Ana Vega nos presenta un poemario de la supervivencia, escrito con la sinceridad – pues sinceridad es la ausencia de engaño – que ofrece su indisimulado origen reptiliano. No hay aquí lágrimas de cocodrilo, sino desgarro puro. Versos tan desabridos que podrían pasar por los bufidos de un lagarto. Cortos y agitados como los movimientos de una lagartija. Duros y secretos como el caparazón de un galápago. Punzantes y ponzoñosos como el beso de una serpiente.

En la travesía de las noches oscuras que la vida nos depara, los poetas se adaptan al medio con distintas estrategias, como las plantas que para aclimatarse a la sequía transforman sus hojas en espinas. Ana Vega expresa con rabia el dolor de sus heridas, la amargura de la desesperanza, la nostalgia de la luz perdida. Y arroja lejos de sí esos versos en la urgencia de la huida, igual que los lagartos entregan parte de su cuerpo como señuelo para entretener a la alimaña amenazante.
Este proceso de autotomía, de recortarse y entregarse uno mismo mediante la escritura, alcanza intensidades máximas en la expresión del deseo sexual, en su aspecto más puramente animal; afilado y fascinante como un cuchillo. La fuerza del sexo como factor de supervivencia y regeneración acaba por estallar en un bello himno a la mujer, a todas las mujeres. A la mujer que lucha y se defiende ante la injusticia, que siente la fuerza creciendo en su vientre, dueña de sí misma, más allá de su propio cuerpo.
El amor asomará brevemente, como breve es su consuelo; aun así, su escasez lo convierte en imprescindible. El amado da compañía, pero la travesía del infierno es una experiencia personal. Amarga, pero que da conocimiento. Desesperada, pero de la que al final se sale. Las cicatrices acaban por formar un mapa que es a la vez revelación del camino y documento doliente de lo vivido. Y al dejar atrás el desierto, se entiende que para mantenerse firme hasta la meta la mayor cordura es ser indómito, salvaje, loco. Como los buenos poetas.
A pesar de la obsesión por analizar y comprender de la capa exterior del cerebro, la supervivencia y la capacidad de reconstruir las tiene la mente reptiliana. Cuando se renuncia a pensar y se deja que los pies anden el camino por sí mismos, todo parece ponerse en marcha. Y la comprensión surge espontáneamente a partir de la aceptación. Con la lección aprendida y otro tatuaje sobre la piel, el lagarto observa que sus vértebras caudales han crecido hasta formar otra nueva y hermosa cola. Hasta cuándo podrá conservarla en su sitio, ese es otro problema.
Ana Vega se revela como una poeta de voz fascinante en esta bitácora del páramo. También lo espantoso puede ser bello. También desde el infierno se sueña poesía. Duermevelas alucinantes, pesadillas reveladoras, sueños de libertad. Tú que vas a leer, adopta sus sueños. Pero pon atención. Seguramente, cuando despiertes, el dinosaurio seguirá estando allí.

Jaime González