LIBROS

Herrumbre de Ana Vega













Realidad Paralela Por Ana Vega
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Epílogo



A veces el amor es un modo de nombrar las cosas, a nosotros mismos, el reflejo en los ojos del otro nos ofrece una visión definitiva y desconocida de quien creemos ser. La amputación de ese reflejo provoca un descenso al abismo tan desgarrador que tan sólo entonces alcanzamos a comprender que nuestro verdadero rostro siempre permanecerá escondido bajo alguna máscara, sellado. Difícil mantener la fe, esa inocencia extirpada a dentelladas. Algunos no logran recuperarse nunca del escepticismo que se adhiere a la piel tras la ausencia.

Bajo la excusa de esta ausencia nos enfrentamos a la soledad misma del ser y, duplicada ésta, frente al abandono. La consciencia brutal del que sigue atrapado todavía en un pasado del que le cuesta salir y al que debe renunciar en legítima defensa, bajo el escudo de ese amor ausente. Asimismo ese pasado doliente y doloroso vuelve al presente, unas veces es buscado, por esa necesidad de ampararse en que algo quede en pie, ese deseo de continuidad, de aferrarse a lo que queda, al recuerdo, o aparece sin más como reclamando ser visto, para no ser olvidado, para retener esa mirada. Un camino hacia el olvido, con paso firme, pero lento, desde el pasado hacia el futuro. El presente se transforma en un mero trámite doloroso entre ambos estados, puesto que si el pasado sirve como faro que dirige las acciones actuales, el futuro pasa a ser el objetivo fundamental de la catarsis, la esperanza que ha de llegar, que se intuye, aunque aún no se pueda sentir.

La incredulidad de quien se ha sentido amado cuando se golpea con la realidad.




 Cuatro paredes, doscientas baldosas,

dos ojos, una boca, labios sin nada,

números que no sirven,

que dejan demasiado espacio.

Espacio, por todas partes,

a bocajarro,

frío, hueco,

como un aliento que te inunda.

Desconocido.

No querer ver más.

Herida. Rota.

La lucidez ciega. Quema por dentro.

Oscuridad en las entrañas

mismas

de la casa.

Gritar sin voz.

La ausencia del gesto.

La nada.










Ese reptil anegado en barro.

La experiencia del frío verde

y la humedad,

las calles desiertas

al grito.

El residuo animado y chirriante

que deja el dolor

tras de sí.



Nada.

Nada alrededor.



Como si un muerto

anidase el vientre.



Y una advertencia en el aire:

el dolor lo engulle todo.







Y en mí

continúa

tu presencia.

El frío acecha

terrible

hasta los huesos.

La piel desiste.








Apenas queda

un párpado en el aire.

Un beso a secas

en la memoria.

Aquel temblor.

Una mirada ajena,

y poco más.

Derrotas, sobre todo.

Batallas tatuadas

por todo el cuerpo.

Una quietud

aterradora.

El cansancio...







La soledad

es saber que puedes,

que alcanzas,

pero no tener, no ver nada cerca.

La desesperación de una casa entera.

No saber nombrar.

Querer tocar. Desear.

Haber olvidado cómo se quiere.

No sentir.








La luz no deja huella

ya en ningún resto

vivo.

Ver el paso de las horas

como un descenso fúnebre

hacia lo conocido.

Y que el pasado vuelva,

y vuelva,

y me dañe la vista

como la primera vez.







LA EDAD DE LOS LAGARTOS






Blesée






A David González, quien abrió la puerta aquel día tan frío







Años y años

muerta

de frío.





Herida.

Rota.





Los buitres

me arrancaron

los ojos

hace

demasiado

tiempo.





Inocencia

extirpada

a dentelladas.





Pero confianza

ciega

todavía

en quien ahora,

en este mismo instante,

abre la puerta

y entra.





Mis ojos

en sus ojos.

Lentamente…











Ausencia de fe







Perdí la fe.

Me quedé

atrapada

en la red

que teje

la araña

del desconcierto.



La incredulidad

certera

de quien

ha visto

demasiado.

Algo incurable.








La loba



Como la loba

que carece de amo

y sufre espasmos de melancolía,

enredada en pensamientos

que van desde tu boca

hasta el fin del romance.

Acarreando mil soledades

que acechan por todas partes.

Lamiendo restos de ti,

retozando bajo tu olor

que aún perdura

en el suelo más frío

de la casa.

Aullando cada noche

como la perra que soy

a tus pies.

Murmurando

jadeos que se recuerdan

para sobrevivir

entre estas paredes

que un día bautizamos juntos.

Rasgándome la falda

en tu memoria,

y caminando como perdida

a media luz, a ciegas,

por callejones

a los que con altísima frecuencia

me arrojabas a los abismos del amor.

Jurando, bajo estas últimas sábanas,

que si no vuelves

me entregaré en tu honor

en cuerpos y extrañas voces

buscando recodos inauditos,

ecos, alientos desbordados,

posturas impronunciables,

rastreando tus pasos

por el infinito mundo del cuerpo ajeno.

Como la loba que soy,

como la perra que sigo siendo.



La cuerda





Hay cuerdas

colgando

del cielo.

Preparadas, listas,

para encajar

cabezas

con un nudo.









Hay cuerdas

que se convierten

en soga

y

cuerdas invisibles

que anudan

las manos.











La cuerda

luce

recta

hacia

abajo

desde

el cielo,

esperando

el momento

exacto

en que los ojos,

en búsqueda

desesperada,

alcen

su última

oración

hacia el techo

y justo

entonces

no hallen

más respuesta

que el hueco

que les ofrece

limpio,

intacto,

la cuerda

suspendida

en el aire.

La nada

que permanece

invariable,

aquella

que cubre

cabezas

con su manto

blanco.

Firmemente

anudado

tu cuello

entonces

a la eternidad.

 
 
 
 
Nunca




Hay ojos

que me miran

sin verme,

y manos

que aún

expertas

en adiestramientos

ajenos,

infinitos, quizás,

nunca hallarán

el punto exacto

en que mi geometría

alcanza

la curvatura perfecta,

cuando pierdo entonces

la conciencia

pues sólo de ese modo

mis piernas

alcanzan

la postura

impronunciable

del viento,

y mi espalda

se arquea

y mis manos

bajo

la niebla

de la respiración

de al lado

un apoyo

donde esconder,

proteger,

aquello

que no tiene nombre:

el presente paralizado

entre dos cuerpos.

La bendita cercanía

vencida por un beso.

Y aún así

hay manos

que desconocerán

siempre

el pliegue

más íntimo

donde

mi cuerpo

se convierte

en una boca hambrienta

y tu cuerpo

en sed infinita.

Hay manos

que nunca,

ojos que

nunca,

nombres que

nunca

sabrán

nunca

jamás

nunca

nada

de mí.








Pero de sobra sabemos que quien estuvo en el infierno toda la vida lleva el infierno dentro. José Luis García Martín








DINÁMICA DEL FRÍO



I







El dolor. La soledad y el frío. Cómo enfrentarse a eso. Cómo hablar de ello. Nunca hay palabras suficientes para describir ciertas miradas. Una especie de sombra entre los vivos, un no muerto. Eso eres ahora.





El silencio del que espera. El miedo acecha en cada esquina del cuarto, en cada recuerdo… Enmudecer, el dolor te silencia por dentro.

Se busca aliento en el cuerpo ajeno como quien suplica cobijo bajo la noche. Pero se vive en la desesperanza, nadie puede cambiar eso, ningún cuerpo, ninguna caricia, nada.

Habitar ausencias. Volver a los libros, al amante de la china del norte que ama con desesperación, dice Marguerite Duras, a la frágil niña. Ver cómo ellos se abandonan bajo las sábanas, intentando huir, escapar de la soledad y el miedo. Y se aman como nadie lo había hecho nunca antes. Duras: “escribir es contar una historia que ocurre por su ausencia”. La capacidad de reflejarnos en una historia, de ver a través de ella, de descubrirse en ella.





Callarse por dentro, eso es el dolor. Que no quede nada por decir. Como si un siglo anidara bajo los pies. Hay una eternidad de ausencias, de acariciar nadas, de restar sin más.





Y cuánto dolor nos cabe en la boca, en una vida, en un silencio. Cómo averiguar si el cuerpo resiste caída tras caída, el ejercicio brutal, repetido tantas veces, de levantarse una y otra vez. Una batalla sin tiempo, sin horizonte final, una extensión ilimitada.





Cuando reconoces el dolor, lo conoces de cerca, nada vuelve a ser igual. El miedo acecha siempre. El frío es algo más que una sensación, forma parte de ti. En algún momento dejas de existir incluso, no hay cuerpo, sólo una soledad fría cuyo reflejo en el espejo te recuerda que sigues vivo. Todo ha cambiado pero en el escenario el protagonista sigues siendo tú. La lucha continúa. Aunque el cuerpo no responda, ni quiera hacerlo, el espectáculo sigue su curso. O abandonas por la puerta trasera y corres hacia la nada, o decides pelear. Decidas lo que decidas el dolor te acompaña siempre.





Volver a Duras: “En el libro hay eso: la soledad es la del mundo entero. Está por todas partes. Lo ha invadido todo. Sigo creyendo en esta invasión. Como todo el mundo. La soledad es eso sin lo que nada se hace. Eso sin lo que ya no se mira nada. Es un modo de pensar, de razonar, pero sólo con el pensamiento cotidiano. También eso está presente en la función de la escritura y ante todo quizá decirse que no es necesario matarse todos los días desde el momento en que todos los días podemos matarnos”.





El dolor como un perro rabioso que te agarra fuerte y no suelta. La impotencia total frente a él. No hay armas, ni herramientas, nada es suficiente. Cuando alguien intenta nombrarlo, descifrarlo, los sonidos desaparecen en la garganta. Sólo el silencio. Un silencio espeso y denso.





El dolor te convierte en una especie de no muerto entre los vivos, un ser extraño entre dos mundos. Cuando se conocen ambos lados nada vuelve a ser lo mismo. El no muerto se sitúa en un plano distinto al resto. No hay entendimiento posible entre un plano y otro. El no muerto conoce, ha visto, sentido, puede comprenderlo todo, el vivo camina despreocupado, de la tormenta sólo conoce el rayo.





La garganta se rompe cada vez que el no muerto hace el inexplicable esfuerzo de expresar, de realizar el acto carnal de comunicarse: hablar con silencio. Y su silencio se convierte en un silencio a voces que nadie entiende porque no saben, ni pueden, descifrarlo. La necesidad, la búsqueda, la impotencia de no saber a dónde te diriges y por qué. El tiempo del no muerto, lento y pausado, marcado por el golpe más reciente. Un tiempo que no acaba. Un descanso finito o infinito que no llega. Un descanso que desconoce, que ni alcanza a intuir. Mitigar el dolor. Pensar en los pequeños apartamentos con mucha luz, las casas grandes de techos altos, el espacio donde esconder el silencio o que el silencio hable de una vez por todas. Creer en esa posibilidad mínima.





El no muerto intenta hablar de nuevo. Vomitar lo incomprensible. Incoherencias. Certezas cojas.





La soledad como espacio indeterminado e indefinido cuyos límites cambian constantemente. El frío como compañero inseparable y fiel. El dolor como centro neurálgico. Un universo propio.





Es como si Gregor Samsa hubiese sobrevivido y la repugnancia y el dolor lo contaminasen todo. El no muerto se siente condenado al recuerdo. Después de haber visto, conocido…





Un pequeño oasis en el dolor, una imagen: la necesidad de conocer Trouville, de acariciar el mar. La vie tranquile (M.Duras)

Perdidos ante el dolor, desnudos, todos iguales, sin piel, sin rostro, sin nombre. El dolor lo engulle todo.





El no muerto acaricia un rostro desconocido y se busca en la caricia del otro. Intenta ver la luz en su piel. Se deja. Husmea. Se acerca. Y después la distancia inevitable. Silencios elocuentes. Tocarse para ser visto. Sentir animal bajo la mirada. Buscar. Buscarse en otro.





La mirada infinita del emigrado.

Perderse en la carencia. Lamer heridas, gemir noches enteras como bálsamo. Piedras de dolor que magullan. Restos. Tiempo oxidado.





El no muerto reconoce que toda su vida ha sentido frío. Su vida ha sido el frío y nada más. Ausencias. Reconocerse en el espejo duele demasiado: sentir un punzón ardiente atravesándote la garganta. Desear gritar. Saberse diferente, extraño.





La soledad total. El frío en los huesos. Caminar con miedo, como si la tranquilidad primera no hubiera existido nunca. En el punto cero ya existía el dolor. Comprender que no hay argumentos posibles para descifrarlo, nada sirve.





Aflicción: el reino de los no muertos.





Un perro sombrío en el espejo, desdentado, aullando, perdido...El no muerto sigue caminando. Continúa la espera, la salvación imposible del no ser. Difícil ver sin dios. El no muerto camina.





Apariencias que se desdibujan. Aullidos muertos. Callarse por definición, musitar dolores, enmudecer como firme propósito.





Comer temblando. Conciencia de haber muerto en ese instante. Y ese atisbo de luz, ese presentir que quema tanto.





La fuerza brutal de levantarse. La expresión mutilada de la impotencia. Sentirse muerto y caminar entre vivos. Sin remedio. Aullar. El no muerto continúa.





El miedo a permanecer vivo en el dolor. Y la experiencia del frío. El frío a cada paso, en cada esquina.





La soledad de las casas llenas. De las personas, de un mundo alrededor que no ve.

Extrañeza de continuar. La soledad de estar vivo y que nada importe, que el dolor lo inunde todo.





La mirada perdida del no muerto frente al mundo. El asco de ver por dentro la realidad, de oler el hueso tras el rostro. El asco de conocer, haber visto, haber palpado de veras. El no muerto busca humanidad, cree por un momento, y halla escombros como respuesta. El que ha sufrido demasiado y lo sabe, y que llegado este momento los caminos de regreso se pierden. El no muerto pierde la sonrisa por olvido.

Y entre escombros una pequeña pared en pie, piedras que no dependen ya de nadie. Oportunidades siempre remotas.

El dolor como nunca antes. Cuerpo infinitamente masacrado. No gemir por absurdo, la inutilidad de saber, saberse, haber visto, conocer respuestas. La indefensión y el poder del dolor, la contradicción misma. El vértigo de conocer la caída y la extrañeza de haberse levantado. Mirar desde dentro hacia fuera. El no muerto se reconoce en cada piedra del suelo. Continúa. Recuerda de pronto el agua bajo los pies desnudos, la caricia de la arena, la desnudez, el sol quemando, y se abandona. Creerse vivo por un momento. Recordar Trouville sin haber estado nunca allí. La dulzura de los paseos a media tarde. El olvido. El sueño del no muerto. Resquicios de esperanza aturdida.





La crueldad de las carencias. La soledad marcando el paso.





El no muerto se rinde una y otra vez, y pelea, y se esconde, nada es definitivo. Se abandona. Se convierte en una llanura desierta. Y observa. Ve el miedo, el alcance del vértigo. Escupe palabras para tapar el llanto.





Girar la llave de la memoria. No querer ver más. El no muerto se niega a haber sido visto.





Hundirse y no pasar nada. Extrañeza. El no muerto frente al espejo intentando reconocerse en algún gesto, las muecas del dolor. Saber que el camino de regreso no existe ni ha existido nunca.





El no muerto se levanta, continúa despacio.





Sorpresa ante la inusitada atención que despiertan los muertos que han sido rechazados en vida. Dónde el equilibrio. Cómo buscar la mirada justa.





La tragedia del no muerto de ver más allá. Donde los demás no llegan, donde el resto siente miedo y aparta la vista.





El no muerto, el que amanece como un aullido.





Tapar el dolor con restos del pasado. Rescatar al amante, su anatomía. Esconder la realidad en el cuerpo ajeno, el cuerpo amado. Olvidar o intentarlo al menos. Buscar respuestas. Los cuerpos como universo, ese momento en que permanecen entrelazados y el tiempo se detiene. La cópula como huida salvaje, definitiva. La no identidad. Ese momento en que dos se convierten en uno, esa extenuación final donde no hay lugar para el dolor. Creerse vivo en el amante y su cuerpo, como única forma de sentir la piel caliente todavía.





Fingir que no has muerto, borrar marcas y heridas, y no lograrlo nunca.





Enmudecer siempre. Aullido.





El no muerto no cree en el amor. En las servidumbres que el hombre impone. Cree en el momento que precede al beso, en esa cercanía intacta del todo es posible. De la identidad definida en ese mismo instante. Esa pertenencia. Su reflejo en el cuerpo amado. No creerse ningún milagro, sólo la mano que acaricia sin preguntas.





El no muerto sabe que debe continuar pese a todo. Se levanta y camina sin rumbo.





El dolor permanece agazapado, al acecho. El peor, el que calla, el que aúlla por dentro.





El no muerto se resucita cada día. Sobrevive de nuevo. La soledad cerrada del no muerto. El miedo a descubrirse vivo por un momento y que el oasis le invada.

Permanecer quieto. Brutalmente atrincherado.

Como un gato enjaulado volviéndose loco.





Incapacidad de querer. De creer en otro.





El no muerto se pregunta cómo matarse si ya estás muerto.





Esperar el final. Alivio. Siempre existe un final, aferrarse a eso.





Dolor. La corporeidad del dolor. La atrocidad del dolor en la materia inerte pero blanca todavía. Que el cuerpo aúlle.





El no muerto llega a la conclusión de que seguir viviendo, permanecer, es totalmente ridículo. Caer en el absurdo, de nuevo. Esa brutalidad de seguir. Sentirse en el dolor. Desconocimiento absoluto de lo que va más allá.





Escombros.















KALEIDOSCOPIA

ANTOLOGÍA