La hiedra
Existe cierto modo de anudarse en este acercamiento a la
muerte que siento ahora,
una manera de tejer con mi cuerpo una especie de rama
infinita que se alza
hacia el cielo, un enredarse sintiendo más que nunca la piel
pegada a la pared.
Es curioso como este alzamiento no armado más que por estas
manos que escriben
y toman el verdor de la espesura encuentro ahora descanso y
aliento o empuje o
fuerza para seguir tejiendo esta red que me anuda a la tierra
y sin embargo me separa
de ella. Es como si desde la tumba futura o la memoria o la
misma muerte me alzase
y en una búsqueda incesante de olvido —también descanso—
buscase en la altitud
un modo de separarme del suelo anudándome aún más a él.
Curiosa, insisto, esta
contradicción. Pese a todo avanzo en ella y me sumerjo en
ella también, dejándome ir,
abandonando mi condición humana por esta más salvaje y más
verdadera, un ímpetu
natural de crecimiento pero establecido sin orden ni
concierto alguno de este modo
pues desde la tierra me alzo pero para ello he de estar
enterrada bajo ella misma.
Siempre he encontrado en el suicidio el mayor y más bello
ejercicio de libertad
y de coraje. Nudo, red, tejido, esplender, piel y rama,
hojas, tierra y raíz que emerge.
Existimos porque alguien nos piensa y en esta transformación
certera cada vez más
próxima, real ya quizás, no sé si futura o presente, ese
existir se convierte en algo más,
un sentido oculto que tan sólo la naturaleza ofrece a esta
conciencia que sufre
un estado cero de inocencia. Tal vez dicha transformación
pueda curar aquello
que la realidad convirtió en definitivo, pues el estado de
las cosas lo define el hombre,
no la mujer, y lo que ocurre o deja de ocurrir pertenece
siempre al deseo
o la inmovilidad de éste. Lo que permite. Lo inevitable puede
convertirse
en el propio destino elegido.
Bello modo de abandonar la pelea afrontando la lucha por
alzarse frente al silencio
a modo de hiedra. Y desde allí, treparé siempre hasta tu
ventana, dondequiera
que estés, aunque tan sólo con la imaginación alcance.
Dejo que la hiedra me invada por completo y me anude de un
modo irreparable
al suelo, absoluto, atravesando la tierra donde al fin
reposaré cada herida, cada golpe,
para alzarme de nuevo más fuerte y firme que nunca.
Y llegaré siempre hasta donde tú estés, trepando por tu
ventana.
Ana Vega
Del libro inédito Salvajes