MIEDO
Todos nos volvemos pequeños frente al miedo, apenas un punto en el caos del universo. El miedo acecha en casa esquina, bajo la piel, incluso; te atrapa cuando menos te lo esperas. Aquello que ni tan siquiera puedes nombrar, el puro escalofrío. Nadie que haya conocido el miedo tiene la misma mirada. El miedo deja marcas, cicatrices, heridas abiertas. El miedo permanece en el tiempo, en el cuerpo, solo se adormece en momentos de calma. Es necesario saber utilizar el miedo para avanzar, e imprescindible conocer su juego, los ases escondidos que utiliza siempre. Sin vencer el miedo, el salto no se produce. Sin el salto, nunca alcanzaremos el lugar elegido.
El miedo es aquello que mina tu seguridad y te deja desnudo, desesperado. Esa es la raíz del miedo, su poder: dinamitar por dentro tus cimientos. Quien sobrevive al miedo sobrevive siempre. El que vence a sus propios demonios y se enfrenta al abismo que supone la vida propia, la vida ajena y el mundo, ya no le teme a nada. Algo se instala y se reordena dentro, en las vísceras, algo que nunca más se tambalea, permanece inmóvil y silencioso ante cualquier otra batalla. El miedo que se vence nunca vuelve al mismo lugar. La debilidad se convierte en habilidad futura. El desconcierto en sabiduría.
Es curioso ver cómo todos nos sentimos a salvo del mundo, del pánico, del dolor, como si se tratase de una especie de enfermedad ajena a la que somos inmunes, como una piedra que hemos lanzado lejos, muy lejos. Y sin embargo, un día, normal, del todo cotidiano, cuya rutina nos envuelve a modo de protección contra posibles elementos nuevos, desconocidos, y por tanto dignos de desconfianza, un acontecimiento inesperado nos sitúa al borde del precipicio, con suerte, y del abismo, de no haberla. Nos convertimos, entonces, en esos seres vulnerables que en realidad somos. Nada te enfrenta con mayor firmeza, honestidad y crudeza al mundo real como el miedo. Aquel que surge cuando de repente alguien cercano sufre y la impotencia nos hace sentir las piernas débiles e insuficientes, y las palabras huecas, aquello que se nos presenta de forma inesperada y que cambia todo lo conocido hasta entonces. Lo que en realidad nos surge a cada paso, en mayor o menor medida todos los días a nuestro alrededor, más cerca o más lejos, como advirtiéndonos que la seguridad no existe, y que la soberbia en el fondo es una forma irrisoria de ingenuidad.
El miedo, sin embargo, es la herramienta con la que el instinto nos protege, nos avisa del riesgo, sacude nuestras conciencias, nos debilita y de ese modo, de abajo arriba, nos fortalece. El miedo es el centro neurálgico de la supervivencia. No hay miedo que paralice la mirada más altiva o valiente pero tampoco hay miedo que una vez vencido no se arrastre a nuestros pies de por vida.
El miedo nos mantiene despiertos, nos sitúa en los bordes exactos de la realidad, nos regala esa verdad que por cotidiana ya no vemos: la suerte de seguir vivos y de que aquellos que nos rodean sigan sonriendo sanos y salvos.
Ana Vega