"La mayoría de los grandes instigadores del cambio social conocen personalmente el trauma. Me vienen a la mente Oprah Winfrey, Maya Angelou, Nelson Mandela o Elie Wiesel. Si leemos la biografía de cualquier visionario, encontraremos ideas y pasiones que emergen de la devastación que han sufrido"
El cuerpo lleva la cuenta
Bessel van der Kolk, M.D.
En nuestro mundo actual, nuestro código postal determina, más que nuestro código genético, si tendremos una vida sana y segura. Los ingresos de la gente, su estructura familiar, la vivienda, el empleo y las oportunidades educativas afectan no solo su riesgo de desarrollar estrés traumático, sino también su acceso a una ayuda efectiva para resolverlo. La pobreza, el desempleo, las escuelas a nivel inferior, el aislamiento social, la amplia disponibilidad de armas y la vivienda por debajo de los estándares constituyen un terreno abonado para el trauma. El trauma alimenta más trauma; la gente herida hiere a los demás.
Mi experiencia más profunda en torno a la superación de un trauma colectivo fue cuando fui testigo del trabajo de la Comisión por la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica, basado en la directriz principal de Ubuntu, una palabra en xhosa que significa "compartir lo que tenemos", como cuando decimos "Mi humanidad está inextricablemente unida a la tuya". Ubuntu reconoce que la verdadera sanación es imposible si no reconocemos nuestra humanidad común y nuestro destino común.
El cuerpo lleva la cuenta
Bessel van der Kolk, M.D.
Dolor de mandíbula
de morder hacia dentro.
Cicatrices que el agotamiento provoca
en los brazos
-también el vientre una sola vez-.
Cansancio,
palabra oleaje,
turbia, agua sucia.
Ella dice:
“Todo lo que tienes lo heredaste
de las putas de tu padre”
Y nada más.
Sentir esa antigua herencia
tan arraigada
que te perfora
y quizá explica
cierta marca entre las piernas
u hostilidad en el rostro.
Atada pues de por vida
a la miseria y las ratas
pero nunca a la mansedumbre.
Antonio Machado
Sobre la defensa y la difusión de la cultura
Discurso pronunciado en Valencia en la sesión de clausura del Congreso Internacional de Escritores
El poeta y el pueblo
Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil –era el tópico al uso de aquellos días– consagrado a una actividad aristocrática, en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto evasivas o ingenuas: «Escribir para el pueblo –decía mi maestro– ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos –claro está– de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, [12] escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, es escribir también para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España, Shakespeare, en Inglaterra, Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la más consciente y suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado de folk-lorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular.»
Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber cómo en España casi todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, cómo en España lo esencialmente aristocrático, en cierto modo, es lo popular. En los primeros meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretenden justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases privilegiadas.
Los milicianos de 1936
I
Después de puesta su vida
tantas veces por su ley
al tablero...
¿Por qué recuerdo yo esta frase de don Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando diarios y revistas, los retratos de [13] nuestros milicianos? Tal vez será porque estos hombres, no precisamente soldados, sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión concentrada o absorta en lo invisible de quienes, como dice el poeta, «ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda única –si se pierde, no hay otra– por una causa hondamente sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros.
II
Cuando una gran ciudad –como Madrid en estos días– vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en ella advertimos un extraño fenómeno, compensador de muchas amarguras: la súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya o se esconda, sino que desaparece –literalmente–, se borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad es que, como decía Juan de Mairena, no hay señoritos, sino más bien «señoritismo», una forma, entre varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las botas.
III
Entre nosotros, españoles, nada señoritos por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede encontrarse, acaso, en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y –digámoslo con orgullo– perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva implícita una estimativa [14] errónea y servil, que antepone los hechos sociales más de superficie –signos de clase, hábitos e indumentos– a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos. El señoritismo ignora, se complace en ignorar –jesuíticamente– la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme la ética popular. «Nadie es más que nadie», reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y orgullo! Sí, «nadie es más que nadie» porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. «Nadie es más que nadie, porque –y éste es el más hondo sentido de la frase–, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito.
IV
Cuando el Cid, el señor, por obra de una hombría que sus propios enemigos proclaman, se apercibe, en el viejo poema, a romper el cerco que los moros tienen puesto a Valencia, llama a su mujer, doña Jimena, y a sus hijas Elvira y Sol, para que vean «cómo se gana el pan». Con tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas. Es el mismo, empero, que sufre destierro por haberse erguido ante el rey Alfonso y exigídole, de hombre a hombre, que jure sobre los Evangelios no deber la corona al fratricidio. Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen en la gesta inmortal aquellos dos infantes de Carrión, cobardes, vanidosos y vengativos; aquellos dos señoritos felones, estampas definitivas de una aristocracia encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema [15] del Cid es la lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría, mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquella centuria.
V
No faltará quien piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan lamentables como aquella del «robledo de Corpes». No afirmaré yo tanto, porque no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el Juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma divinidad.
Madrid-Agosto 1936.
*
Entre españoles, lo esencial humano se encuentra con la mayor pureza y el más acusado relieve en el alma popular. Yo no sé si puede decirse lo mismo de otros países. Mi folk-lore no ha traspuesto las fronteras de mi patria. Pero me atrevo a asegurar que, en España, el prejuicio aristocrático, el de escribir exclusivamente para los mejores, pueda aceptarse y aun convertirse en norma literaria, sólo con esta advertencia: la aristocracia española está en el pueblo, escribiendo para el pueblo se escribe para los mejores. Si quisiéramos, piadosamente, no excluir del goce de una literatura popular a las llamadas clases altas, tendríamos que rebajar el nivel humano y la categoría estética de las obras que hizo suyas el pueblo y entreverarlas con frivolidades y pedanterías. De un modo más o menos consciente, es esto lo que muchas veces hicieron [16] nuestros clásicos. Todo cuanto hay de superfluo en El Quijote no proviene de concesiones hechas al gusto popular, o, como se decía entonces, a la necedad del vulgo, sino, por el contrario, a la perversión estética de la corte. Alguien ha dicho con frase desmesurada, inaceptable ad pedem litterae, pero con profundo sentido de verdad: en nuestra gran literatura casi todo lo que no es folk-lore es pedantería.
*
Pero dejando a un lado el aspecto español o, mejor, españolista de la cuestión, que se encierra a mi juicio, en este claro dilema: o escribimos sin olvidar al pueblo, o sólo escribiremos tonterías, y volviendo al aspecto universal del problema, que es el de la difusión de la cultura, y el de su defensa, voy a leeros palabras de Juan de Mairena, un profesor apócrifo o hipotético, que proyectaba en nuestra patria una Escuela Popular de Sabiduría superior.
*
La cultura vista desde fuera, como la ven quienes nunca contribuyeron a crearla, puede aparecer como un caudal en numerario o mercancías, el cual, repartido entre muchos, entre los más, no es suficiente para enriquecer a nadie. La difusión de la cultura sería, para los que así piensan –si esto es pensar–, un despilfarro o dilapidación de la cultura, realmente lamentable. ¡Esto es tan lógico!... Pero es extraño que sean, a veces, los antimarxistas, que combaten la interpretación materialista de la historia, quienes expongan una concepción tan materialista de la difusión cultural.
En efecto, la cultura vista desde fuera, como si dijéramos desde la ignorancia o, también, desde la pedantería, puede aparecer como un tesoro cuya posesión y custodia sean el privilegio [17] de unos pocos; y el ansia de cultura que siente el pueblo, y que nosotros quisiéramos contribuir a aumentar en el pueblo, aparecería como la amenaza a un sagrado depósito. Pero nosotros, que vemos la cultura desde dentro, quiero decir desde el hombre mismo, no pensamos ni en el caudal, ni el tesoro, ni el despósito de la cultura, como en fondos o existencias que puedan acapararse, por un lado, o, por otro, repartirse a voleo, mucho menos que puedan ser entrados a saco por las turbas. Para nosotros, defender y difundir la cultura es una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante. ¿Cómo? Despertando al dormido. Y mientras mayor sea el número de despiertos... Para mí –decía Juan de Mairena– sólo habría una razón atendible contra una gran difusión de la cultura –o tránsito de la cultura concentrada en un estrecho círculo de elegidos o privilegiados a otros ámbitos más extensos– si averiguásemos que el principio de Carnot, rige también pare esa clase de energía espiritual que despierta al durmiente. En ese caso, habríamos de proceder con sumo tiento; porque una excesiva difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas, una degradación de la misma que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay averiguado, a mi juicio, sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a una tesis contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la constante reversibilidad de la energía espiritual que produce la cultura.
*
Para nosotros, la cultura ni proviene de energía que se degrada al propagarse, ni es caudal que se aminore al repartirse; su defensa, obra será de actividad generosa que lleva implícitas las dos más hondas paradojas de la ética: sólo se pierde lo que se guarda, sólo se gana lo que se da. [18]
Enseñad al que no sabe; despertad al dormido; llamad a la puerta de todos los corazones, de todas las conciencias. Y como tampoco es el hombre para la cultura, sino la cultura para el hombre, para todos los hombres, para cada hombre, de ningún modo un fardo ingente para levantado en vilo por todos los hombres, de tal suerte que sólo el peso de la cultura pueda repartirse entre todos, si mañana un vendaval de cinismo, de elementalidad humana, sacude el árbol de la cultura y se lleva algo más que sus hojas secas, no os asustéis. Los árboles demasiado espesos, necesitan perder algunas de sus ramas, en beneficio de sus frutos. Y a falta de una poda sabia y consciente, pudiera ser bueno el huracán.
*
Cuando a Juan de Mairena se le preguntó si el poeta y, en general, el escritor debía escribir para las masas, contestó: Cuidado, amigos míos. Existe un hombre del pueblo, que es, en España al menos, el hombre elemental y fundamental, y el que está más cerca del hombre universal y eterno. El hombre masa, no existe; las masas humanas son una invención de la burguesía, una degradación de las muchedumbres de hombres, basada en una descualificación del hombre que pretende dejarle reducido a aquello que el hombre tiene de común con los objetos del mundo físico: la propiedad de poder ser medido con relación a unidad de volumen. Desconfiad del tópico «masas humanas». Muchas gentes de buena fe, nuestros mejores amigos, lo emplean hoy, sin reparar en que el tópico proviene del campo enemigo: de la burguesía capitalista que explota al hombre, y necesita degradarlo; algo también de la iglesia, órgano de poder, que más de una vez se ha proclamado instituto supremo para la salvación de las masas. Mucho [19] cuidado; a las masas no las salva nadie; en cambio, siempre se podrá disparar sobre ellas. ¡Ojo!
Muchos de los problemas de más difícil solución que plantea la poesía futura –la continuación de un arte eterno en nuevas circunstancias de lugar y tiempo– y el fracaso de algunas tentativas bien intencionadas provienen, en parte, de esto: escribir para las masas no es escribir para nadie, menos que nada para el hombre actual, para esos millones de conciencias humanas, esparcidas por el mundo entero, y que luchan –como en España– heroica y denodadamente por destruir cuantos obstáculos se oponen a su hombría integral, por conquistar los medios que les permita incorporarse a ella. Si os dirigís a las masas, el hombre, el cada hombre que os escuche no se sentirá aludido y necesariamente os volverá la espalda.
He aquí la malicia que lleva implícita la falsedad de un tópico que nosotros, demófilos incorregibles y enemigos de todo señoritismo cultural, no emplearemos nunca de buen grado, por un respeto y un amor al pueblo que nuestros adversarios no sentirán jamás.
Para poder entender mis afirmaciones
de que me parecía un crimen por mi parte
casarme, puedo informar de lo siguiente:
mi abuela materna murió de tuberculosis
Mi madre murió de tuberculosis
al igual que su hermana Hansine
Al parecer la tía que vino (a vivir) con nosotros
también tuvo tuberculosis. Toda su vida sufrió catarros
con expectoraciones de sangre además de bronquitis.
Mi hermana Sofie murió de tuberculosis
Los demás niños padecimos durante la infancia
fuertes catarros -Llegué enfermo al mundo,
me bautizaron en casa y mi padre creyó que
no iba a vivir- Apenas pude asistir al colegio
-Constantemente sufría descomunales resfriados
y fiebres reumáticas- Tenía hemorragias y
expectoraciones de sangre. Mi hermano tenía
los pulmones delicados y murió joven de pulmonía
Mi abuelo paterno el deán murió de
tuberculosis en la médula -De allí creo que
le vino a mi padre ese nerviosismo y esa vehemencia
enfermizos - Los mismos males que fuimos
desarrollando crecientemente los hijos
No quiero decir con esto que mi
arte esté enfermo -como creen Scharfenberg
y muchos otros. Esa gente no
comprende la esencia del arte y tampoco
conoce la historia del arte
Al contrario, cuando pinto la enfermedad
y el vicio supone un sano desahogo
Es una reacción saludable de la que se puede aprender
y según la cual se puede vivir
Madre vértigo, madre espanto que me habitas,
acoge a esta tu hija desolada y ciega, falta de cimientos,
huérfana de dioses y esperanzas.
Madre ceniza, madre destrucción que me pariste
en el desierto del mundo habitado,
bendice a esta tu hija, perdida y callada,
triste como nadie entre los tristes.
Hija soy de la abundancia de tu vientre abultado
-quizás no me reconozcas- y de la sombra amarga
de una casualidad mayor que el mundo;
esta soy yo, tu hija, crecida como río,
como sed en la garganta, que grita y hacia ti vuelve su rostro.
MARX, PRIMER MANUSCRITO 1844
[El trabajo enajenado]
(XXII) Hemos partido de los presupuestos de la Economía
Política. Hemos aceptado su terminología y sus leyes. Damos por supuestas la
propiedad privada, la separación del trabajo, capital y tierra, y la de
salario, beneficio del capital y renta de la tierra; admitamos la división del
trabajo, la competencia, el concepto de valor de cambio, etc. Con la misma
Economía Política, con sus mismas palabras, hemos demostrado que el trabajador
queda rebajado a mercancía, a la más miserable de todas las mercancías; que la
miseria del obrero está en razón inversa de la potencia y magnitud de su
producción; que el resultado necesario de la competencia es la acumulación del
capital en pocas manos, es decir, la más terrible reconstitución de los
monopolios; que, por último; desaparece la diferencia entre capitalistas y
terratenientes, entre campesino y obrero fabril, y la sociedad toda ha de
quedar dividida en las dos clases de propietarios y obreros desposeídos.
La Economía Política parte del hecho de la propiedad
privada, pero no lo explica. Capta el proceso material de la propiedad privada,
que esta recorre en la realidad, con fórmulas abstractas y generales a las que
luego presta valor de ley. No comprende estas leyes, es decir, no prueba cómo
proceden de la esencia de la propiedad privada. La Economía Política no nos
proporciona ninguna explicación sobre el fundamento de la división de trabajo y
capital, de capital y tierra. Cuando determina, por ejemplo, la relación entre
beneficio del capital y salario, acepta como fundamento último el interés del
capitalista, en otras palabras, parte de aquello que debería explicar. Otro
tanto ocurre con la competencia, explicada siempre por circunstancias externas.
En qué medida estas circunstancias externas y aparentemente casuales son sólo
expresión de un desarrollo necesario, es algo sobre lo que la Economía Política
nada nos dice. Hemos visto cómo para ella hasta el intercambio mismo aparece
como un hecho ocasional. Las únicas ruedas que la Economía Política pone en
movimiento son la codicia y la guerra entre los codiciosos, la competencia.
Justamente porque la Economía Política no comprende la
coherencia del movimiento pudo, por ejemplo, oponer la teoría de la competencia
a la del monopolio, la de la libre empresa a la de la corporación, la de la
división de la tierra a la del gran latifundio, pues competencia, libertad de
empresa y división de la tierra fueron comprendidas y estudiadas sólo como
consecuencias casuales, deliberadas e impuestas por la fuerza del monopolio, la
corporación y la propiedad feudal, y no como sus resultados necesarios,
inevitables y naturales.
Nuestra tarea es ahora, por tanto, la de comprender la
conexión esencial entre la propiedad privada, la codicia, la separación de
trabajo, capital y tierra, la de intercambio y competencia, valor y
desvalorización del hombre; monopolio y competencia; tenemos que comprender la
conexión de toda esta enajenación con el sistema monetario.
No nos coloquemos, como el economista cuando quiere explicar
algo, en una imaginaria situación primitiva. Tal situación primitiva no explica
nada, simplemente traslada la cuestión a una lejanía nebulosa y grisácea.
Supone como hecho, como acontecimiento lo que debería deducir, esto es, la relación
necesaria entre dos cosas. Por ejemplo, entre división del trabajo e
intercambio. Así es también como la teología explica el origen del mal por el
pecado original dando por supuesto como hecho, como historia, aquello que debe
explicar.
Nosotros partimos de un hecho económico, actual.
El obrero es más pobre cuanta más riqueza produce, cuanto
más crece su producción en potencia y en volumen. El trabajador se convierte en
una mercancía tanto más barata cuantas más mercancías produce. La desvalorización
del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las
cosas. El trabajo no sólo produce mercancías; se produce también a sí mismo y
al obrero como mercancía, y justamente en la proporción en que produce
mercancías en general.
Este hecho, por lo demás, no expresa sino esto: el objeto
que el trabajo produce, su producto, se enfrenta a él como un ser extraño, como
un poder independiente del productor. El producto del trabajo es el trabajo que
se ha fijado en un objeto, que se ha hecho cosa; el producto es la objetivación
del trabajo. La realización del trabajo es su objetivación. Esta realización
del trabajo aparece en el estadio de la Economía Política como desrealización
del trabajador, la objetivación como pérdida del objeto y servidumbre a él, la
apropiación como extrañamiento, como enajenación.
Hasta tal punto aparece la realización del trabajo como
desrealización del trabajador, que éste es desrealizado hasta llegar a la
muerte por inanición. La objetivación aparece hasta tal punto como perdida del
objeto que el trabajador se ve privado de los objetos más necesarios no sólo
para la vida, sino incluso para el trabajo. Es más, el trabajo mismo se
convierte en un objeto del que el trabajador sólo puede apoderarse con el mayor
esfuerzo y las más extraordinarias interrupciones. La apropiación del objeto
aparece en tal medida como extrañamiento, que cuantos más objetos produce el
trabajador, tantos menos alcanza a poseer y tanto más sujeto queda a la
dominación de su producto, es decir, del capital.
Todas estas consecuencias están determinadas por el hecho de
que el trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como un objeto
extraño. Partiendo de este supuesto, es evidente que cuánto más se vuelca el
trabajador en su trabajo, tanto más poderoso es el mundo extraño, objetivo que
crea frente a sí y tanto más pobres son él mismo y su mundo interior, tanto
menos dueño de sí mismo es. Lo mismo sucede en la religión. Cuanto más pone el
hombre en Dios, tanto menos guarda en sí mismo. El trabajador pone su vida en
el objeto pero a partir de entonces ya no le pertenece a él, sino al objeto.
Cuanto mayor es la actividad, tanto más carece de objetos el trabajador. Lo que
es el producto de su trabajo, no lo es él. Cuanto mayor es, pues, este producto,
tanto más insignificante es el trabajador. La enajenación del trabajador en su
producto significa no solamente que su trabajo se convierte en un objeto, en
una existencia exterior, sino que existe fuera de él, independiente, extraño,
que se convierte en un poder independiente frente a él; que la vida que ha
prestado al objeto se le enfrenta como cosa extraña y hostil.
(XXIII) Consideraremos ahora más de cerca la objetivación,
la producción del trabajador, y en ella el extrañamiento, la pérdida del objeto,
de su producto.
El trabajador no puede crear nada sin la naturaleza, sin el
mundo exterior sensible. Esta es la materia en que su trabajo se realiza, en la
que obra, en la que y con la que produce.
Pero así como la naturaleza ofrece al trabajo medios de
vida, en el sentido de que el trabajo no puede vivir sin objetos sobre los que
ejercerse, así, de otro lado, ofrece también víveres en sentido estricto, es
decir, medios para la subsistencia del trabajador mismo.
En consecuencia, cuanto más se apropia el trabajador el
mundo exterior, la naturaleza sensible, por medio de su trabajo, tanto más se
priva de víveres en este doble sentido; en primer lugar, porque el mundo
exterior sensible cesa de ser, en creciente medida, un objeto perteneciente a
su trabajo, un medio de vida de su trabajo; en segundo término, porque este
mismo mundo deja de representar, cada vez más pronunciadamente, víveres en
sentido inmediato, medios para la subsistencia física del trabajador.
El trabajador se convierte en siervo de su objeto en un
doble sentido: primeramente porque recibe un objeto de trabajo, es decir,
porque recibe trabajo; en segundo lugar porque recibe medios de subsistencia.
Es decir, en primer término porque puede existir como trabajador, en segundo
término porque puede existir como sujeto físico. El colmo de esta servidumbre
es que ya sólo en cuanto trabajador puede mantenerse como sujeto físico y que
sólo como sujeto físico es ya trabajador.
(La enajenación del trabajador en su objeto se expresa,
según las leyes económicas, de la siguiente forma: cuanto más produce el
trabajador, tanto menos ha de consumir; cuanto más valores crea, tanto más sin
valor, tanto más indigno es él; cuanto más elaborado su producto, tanto más
deforme el trabajador; cuanto más civilizado su objeto, tanto más bárbaro el
trabajador; cuanto mis rico espiritualmente se hace el trabajo, tanto más
desespiritualizado y ligado a la naturaleza queda el trabajador.)
La Economía Política oculta la enajenación esencial del
trabajo porque no considera la relación inmediata entre el trabajador (el
trabajo) y la producción.
Ciertamente el trabajo produce maravillas para los ricos,
pero produce privaciones para el trabajador. Produce palacios, pero para el
trabajador chozas. Produce belleza, pero deformidades para el trabajador.
Sustituye el trabajo por máquinas, pero arroja una parte de los trabajadores a
un trabajo bárbaro, y convierte en máquinas a la otra parte. Produce espíritu,
pero origina estupidez y cretinismo para el trabajador.
La relación inmediata del trabajo y su producto es la
relación del trabajador y el objeto de su producción. La relación del
acaudalado con el objeto de la producción y con la producción misma es sólo una
consecuencia de esta primera relación y la confirma. Consideraremos más tarde
este otro aspecto.
Cuando preguntamos, por tanto, cuál es la relación esencial
del trabajo, preguntamos por la relación entre el trabajador y la producción.
Hasta ahora hemos considerado el extrañamiento, la
enajenación del trabajador, sólo en un aspecto, concretamente en su relación
con el producto de su trabajo. Pero el extrañamiento no se muestra sólo en el
resultado, sino en el acto de la producción, dentro de la actividad productiva
misma. ¿Cómo podría el trabajador enfrentarse con el producto de su actividad
como con algo extraño si en el acto mismo de la producción no se hiciese ya
ajeno a sí mismo? El producto no es más que el resumen de la actividad, de la
producción. Por tanto, si el producto del trabajo es la enajenación, la
producción misma ha de ser la enajenación activa, la enajenación de la
actividad; la actividad de la enajenación. En el extrañamiento del producto del
trabajo no hace más que resumirse el extrañamiento, la enajenación en la
actividad del trabajo mismo.
¿En qué consiste,
entonces, la enajenación del trabajo?
Primeramente en que
el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en
su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz,
sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que
mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente
en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no
trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario,
sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad,
sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su
carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no
existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de
la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un
trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último término, para el trabajador
se muestra la exterioridad del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro,
que no le pertenece; en que cuando está en él no se pertenece a sí mismo, sino
a otro. Así como en la religión la actividad propia de la fantasía humana, de
la mente y del corazón humanos, actúa sobre el individuo independientemente de
él, es decir, como una actividad extraña, divina o diabólica, así también la
actividad del trabajador no es su propia actividad. Pertenece a otro, es la
pérdida de sí mismo.
De esto resulta que el hombre (el trabajador)
sólo se siente libre en sus funciones animales, en el comer, beber, engendrar,
y todo lo más en aquello que toca a la habitación y al atavío, y en cambio en
sus funciones humanas se siente como animal. LO ANIMAL SE CONVIERTE EN LO
HUMANAO Y LO HUMANO EN LO ANIMAL.
Comer, beber y
engendrar, etc., son realmente también auténticas funciones humanas. Pero en la
abstracción que las separa del ámbito restante de la actividad humana y las
convierte en un único y último son animales.
Hemos considerado el acto de la enajenación de la actividad
humana práctica, del trabajo, en dos aspectos: 1) la relación del trabajador
con el producto del trabajo como con un objeto ajeno y que lo domina. Esta
relación es, al mismo tiempo, la relación con el mundo exterior sensible, con
los objetos naturales, como con un mundo extraño para él y que se le enfrenta
con hostilidad; 2) la relación del trabajo con el acto de la producción dentro
del trabajo. Esta relación es la relación del trabajador con su propia
actividad, como con una actividad extraña, que no le pertenece, la acción como
pasión, la fuerza como impotencia, la generación como castración, la propia
energía física y espiritual del trabajador, su vida personal (pues qué es la
vida sino actividad) como una actividad que no le pertenece, independiente de
él, dirigida contra él. La enajenación respecto de si mismo como, en el primer
caso, la enajenación respecto de la cosa.
(XXIV) Aún hemos de extraer de las dos anteriores una
tercera determinación del trabajo enajenado.
El hombre es un ser genérico no sólo porque en la teoría y
en la práctica toma como objeto suyo el género, tanto el suyo propio como el de
las demás cosas, sino también, y esto no es más que otra expresión para lo
mismo, porque se relaciona consigo mismo como el género actual, viviente,
porque se relaciona consigo mismo como un ser universal y por eso libre.
La vida genérica, tanto en el hombre como en el animal,
consiste físicamente, en primer lugar, en que el hombre (como el animal) vive
de la naturaleza inorgánica, y cuanto más universal es el hombre que el animal,
tanto más universal es el ámbito de la naturaleza inorgánica de la que vive.
Así como las plantas, los animales, las piedras, el aire, la luz, etc.,
constituyen teóricamente una parte de la conciencia humana, en parte como
objetos de la ciencia natural, en parte como objetos del arte (su naturaleza
inorgánica espiritual, los medios de subsistencia espiritual que él ha de
preparar para el goce y asimilación), así también constituyen prácticamente una
parte de la vida y de la actividad humano. Físicamente el hombre vive sólo de
estos productos naturales, aparezcan en forma de alimentación, calefacción,
vestido, vivienda, etc. La universalidad del hombre aparece en la práctica
justamente en la universalidad que hace de la naturaleza toda su cuerpo
inorgánico, tanto por ser (l) un medio de subsistencia inmediato, romo por ser
(2) la materia, el objeto y el instrumento de su actividad vital. La naturaleza
es el cuerpo inorgánico del hombre; la naturaleza, en cuanto ella misma, no es
cuerpo humano. Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la
naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en proceso continuo para
no morir. Que la vida física y espiritual del hombre está ligada con la
naturaleza no tiene otro sentido que el de que la naturaleza está ligada
consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza.
Como quiera que el trabajo enajenado (1) convierte a la
naturaleza en algo ajeno al hombre, (2) lo hace ajeno de sí mismo, de su propia
función activa, de su actividad vital, también hace del género algo ajeno al
hombre; hace que para él la vida genérica se convierta en medio de la vida
individual. En primer lugar hace extrañas entre sí la vida genérica y la vida
individual, en segundo término convierte a la primera, en abstracta, en fin de
la última, igualmente en su forma extrañada y abstracta.
Pues, en primer término, el trabajo, la actividad vital, la
vida productiva misma, aparece ante el hombre sólo como un medio para la
satisfacción de una necesidad, de la necesidad de mantener la existencia
física. La vida productiva es, sin embargo, la vida genérica. Es la vida que
crea vida. En la forma de la actividad vital reside el carácter dado de una
especie, su carácter genérico, y la actividad libre, consciente, es el carácter
genérico del hombre. La vida misma aparece sólo como medio de vida.
El animal es inmediatamente uno con su actividad vital. No
se distingue de ella. Es ella. El hombre hace de su actividad vital misma
objeto de su voluntad y de su conciencia. Tiene actividad vital consciente. No
es una determinación con la que el hombre se funda inmediatamente. La actividad
vital consciente distingue inmediatamente al hombre de la actividad vital animal.
Justamente, y sólo por ello, es él un ser genérico. O, dicho de otra forma,
sólo es ser consciente, es decir, sólo es su propia vida objeto para él, porque
es un ser genérico. Sólo por ello es su actividad libre. El trabajo enajenado
invierte la relación, de manera que el hombre, precisamente por ser un ser
consciente hace de su actividad vital, de su esencia, un simple medio para su
existencia.
La producción
práctica de un mundo objetivo, la elaboración de la naturaleza inorgánica, es
la afirmación del hombre como un ser genérico consciente, es decir, la
afirmación de un ser que se relaciona con el género como con su propia esencia
o que se relaciona consigo mismo como ser genérico. Es cierto que también el
animal produce. Se construye un nido, viviendas, como las abejas, los castores,
las hormigas, etc. Pero produce únicamente lo que necesita inmediatamente para
sí o para su prole; produce unilateralmente, mientras que el hombre produce
universalmente; produce únicamente por mandato de la necesidad física
inmediata, mientras que el hombre produce incluso libre de la necesidad física
y sólo produce realmente liberado de ella; el animal se produce sólo a sí
mismo, mientras que el hombre reproduce la naturaleza entera; el producto del
animal pertenece inmediatamente a su cuerpo físico, mientras que el hombre se
enfrenta libremente a su producto. El animal forma únicamente según la
necesidad y la medida de la especie a la que pertenece, mientras que el hombre
sabe producir según la medida de cualquier especie y sabe siempre imponer al
objeto la medida que le es inherente; por ello el hombre crea también según las
leyes de la belleza.
Por eso precisamente es sólo en la elaboración del mundo
objetivo en donde el hombre se afirma realmente como un ser genérico. Esta
producción es su vida genérica activa. Mediante ella aparece la naturaleza como
su obra y su realidad. El objeto del trabajo es por eso la objetivación de la
vida genérica del hombre, pues éste se desdobla no sólo intelectualmente, como
en la conciencia, sino activa y realmente, y se contempla a sí mismo en un
mundo creado Por él. Por esto el trabajo enajenado, al arrancar al hombre el
objeto de su producción, le arranca su vida genérica, su real objetividad
genérica y transforma su ventaja respecto del animal en desventaja, pues se ve
privado de su cuerpo inorgánico, de la naturaleza. Del mismo modo, al degradar
la actividad propia, la actividad libre, a la condición de medio, hace el
trabajo enajenado de la vida genérica del hombre en medio para su existencia
física.
Mediante la enajenación, la conciencia del hombre que el
hombre tiene de su género se transforma, pues, de tal manera que la vida
genérica se convierte para él en simple medio.
El trabajo enajenado, por tanto:
3) Hace del ser genérico del hombre, tanto de la naturaleza
como de sus facultades espirituales genéricas, un ser ajeno para él, un medio
de existencia individual. Hace extraños al hombre su propio cuerpo, la
naturaleza fuera de él, su esencia espiritual, su esencia humana.
4) Una consecuencia inmediata del hecho de estar enajenado
el hombre del producto de su trabajo, de su actividad vital, de su ser
genérico, es la enajenación del hombre respecto del hombre. Si el hombre se
enfrenta consigo mismo, se enfrenta también al otro. Lo que es válido respecto
de la relación del hombre con su trabajo, con el producto de su trabajo y
consigo mismo, vale también para la relación del hombre con el otro y con
trabajo y el producto del trabajo del otro.
En general, la afirmación de que el hombre está enajenado de
su ser genérico quiere decir que un hombre esta enajenado del otro, como cada
uno de ellos está enajenado de la esencia humana.
La enajenación del hombre y, en general, toda relación del
hombre consigo mismo, sólo encuentra realización y expresión verdaderas en la
relación en que el hombre está con el otro.
En la relación del trabajo enajenado, cada hombre considera,
pues, a los demás según la medida y la relación en la que él se encuentra
consigo mismo en cuanto trabajador.
(XXV) Hemos partido de un hecho económico, el extrañamiento
entre el trabajador y su producción. Hemos expuesto el concepto de este hecho:
el trabajo enajenado, extrañado. Hemos analizado este concepto, es decir, hemos
analizado simplemente un hecho económico.
Veamos ahora cómo ha de exponerse y representarse en la
realidad el concepto del trabajo enajenado, extrañado.
Si el producto del trabajo me es ajeno, se me enfrenta como
un poder extraño, entonces ¿a quién pertenece?
Si mi propia actividad no me pertenece; si es una actividad
ajena, forzada, ¿a quién pertenece entonces?
A un ser otro que yo.
¿Quién es ese ser?
¿Los dioses? Cierto que en los primeros tiempos la
producción principal, por ejemplo, la construcción de templos, etc., en Egipto,
India, Méjico, aparece al servicio de los dioses, como también a los dioses
pertenece el producto Pero los dioses por si solos no fueron nunca los dueños
del trabajo. Aún menos de la naturaleza. Qué contradictorio sería que cuando
más subyuga el hombre a la naturaleza mediante su trabajo, cuando más
superfluos vienen a resultar los milagros de los dioses en razón de los
milagros de la industria, tuviese que renunciar el hombre, por amor de estos
poderes, a la alegría de la producción y al goce del producto.
El ser extraño al que pertenecen a trabajo y el producto del
trabajo, a cuyo servicio está aquél y para cuyo placer sirve éste, solamente
puede ser el hombre mismo
Si el producto del trabajo no pertenece al trabajador, si es
frente él un poder extraño, esto sólo es posible porque pertenece a otro hombre
que no es el trabajador. Si su actividad es para él dolor, ha de ser goce y
alegría vital de otro. Ni los dioses, ni la naturaleza, sino sólo el hombre
mismo, puede ser este poder extraño sobre los hombres.
Recuérdese la afirmación antes hecha de que la relación del
hombre consigo mismo únicamente es para él objetiva y real a través de su
relación con los otros hombres. Si él, pues, se relaciona con el producto de su
trabajo, con su trabajo objetivado, como con un objeto poderoso, independiente
de él, hostil, extraño, se está relacionado con él de forma que otro hombre
independiente de él, poderoso, hostil, extraño a él, es el dueño de este
objeto; Si él se relaciona con su actividad como con una actividad no libre, se
está relacionado con ella como con la actividad al servicio de otro, bajo las
órdenes, la compulsión y el yugo de otro.
Toda enajenación del hombre respecto de sí mismo y de la
naturaleza aparece en la relación que él presume entre él, la naturaleza y los
otros hombres distintos de él, Por eso la autoenajenación religiosa aparece
necesariamente en la relación del laico con el sacerdote, o también, puesto que
aquí se trata del mundo intelectual, con un mediador, etc. En el mundo
práctico, real, el extrañamiento de si sólo puede manifestarse mediante la
relación práctica, real, con los otros hombres. El medio mismo por el que el
extrañamiento se opera es un medio práctico. En consecuencia mediante el
trabajo enajenado no sólo produce el hombre su relación con el objeto y con el
acto de la propia producción como con poderes que le son extraños y hostiles,
sino también la relación en la que los otros hombres se encuentran con su
producto y la relación en la que él está con estos otros hombres. De la misma
manera que hace de su propia producción su desrealización, su castigo; de su
propio producto su pérdida, un producto que no le pertenece, y así también crea
el dominio de quien no produce sobre la producción y el producto. Al enajenarse
de su propia actividad posesiona al extraño de la actividad que no le es
propia.
Hasta ahora hemos considerado la relación sólo desde el lado
del trabajador; la consideraremos más tarde también desde el lado del no
trabajador.
Así, pues, mediante el trabajo enajenado crea el trabajador
la relación de este trabajo con un hombre que está fuera del trabajo y le es
extraño. La relación del trabajador con el trabajo engendra la relación de éste
con el del capitalista o como quiera llamarse al patrono del trabajo. La
propiedad privada es, pues, el producto, el resultado, la consecuencia
necesaria del trabajo enajenado, de la relación externa del trabajador con la
naturaleza y consigo mismo.
Partiendo de la Economía Política hemos llegado,
ciertamente, al concepto del trabajo enajenado (de la vida enajenada) como
resultado del movimiento de la propiedad privada. Pero el análisis de este
concepto muestra que aunque la propiedad privada aparece como fundamento, como
causa del trabajo enajenado, es más bien una consecuencia del mismo, del mismo
modo que los dioses no son originariamente la causa, sino el efecto de la
confusión del entendimiento humano. Esta relación se transforma después en una
interacción recíproca.
Sólo en el último punto culminante de su desarrollo descubre
la propiedad privada de nuevo su secreto, es decir, en primer lugar que es el
producto del trabajo enajenado, y en segundo término que es el medio por el
cual el trabajo se enajena, la realización de esta enajenación.
Este desarrollo ilumina al mismo tiempo diversas colisiones
no resueltas hasta ahora.
1) La Economía Política parte del trabajo como del alma
verdadera de la producción y, sin embargo, no le da nada al trabajo y todo a la
propiedad privada. Partiendo de esta contradicción ha fallado Proudhon en favor
del trabajo y contra la Propiedad privaba. Nosotros, sin embargo, comprendemos,
que esta aparente contradicción es la contradicción del trabajo enajenado
consigo mismo y que la Economía Política simplemente ha expresado las leyes de
este trabajo enajenado.
Comprendemos también por esto que salario y propiedad
privada son idénticos, pues el salario que paga el producto, el objeto del
trabajo, el trabajo mismo, es sólo una consecuencia necesaria de la enajenación
del trabajo; en el salario el trabajo no aparece como un fin en si, sino como
un servidor del salario. Detallaremos esto más tarde. Limitándonos a extraer
ahora algunas consecuencias (XXVI).
Un alza forzada de los salarios, prescindiendo de todas las
demás dificultades (prescindiendo de que, por tratarse de una anomalía, sólo
mediante la fuerza podría ser mantenida), no sería, por tanto, más que una
mejor remuneración de los esclavos, y no conquistaría, ni para el trabajador,
ni para el trabajo su vocación y su dignidad humanas.
Incluso la igualdad de salarios, como pide Proudhon no hace
más que transformar la relación del trabajador actual con su trabajo en la
relación de todos los hombres con el trabajo. La sociedad es comprendida
entonces como capitalista abstracto.
El salario es una consecuencia inmediata del trabajo
enajenado y el trabajo enajenado es la causa inmediata de la propiedad privada.
Al desaparecer un termino debe también, por esto, desaparecer el otro.
2) De la relación del trabajo enajenado con la propiedad
privada se sigue, además, que la emancipación de la sociedad de la propiedad
privada, etc., de la servidumbre, se expresa en la forma política de la
emancipación de los trabajadores, no como si se tratase sólo de la emancipación
de éstos, sino porque su emancipación entraña la emancipación humana general; y
esto es así porque toda la servidumbre humana está encerrada en la relación de
trabajador con la producción, y todas las relaciones serviles son sólo
modificaciones y consecuencias de esta relación.
Así como mediante el análisis hemos encontrado el concepto
de propiedad privada partiendo del concepto de trabajo enajenado, extrañado,
así también podrán desarrollarse con ayuda de estos dos factores todas las
categorías económicas y encontraremos en cada una de estas categorías, por
ejemplo, el tráfico, la competencia, el capital, el dinero, solamente una
expresión determinada, desarrollada, de aquellos primeros fundamentos.
Antes de considerar esta estructuración, sin embargo,
tratemos de resolver dos cuestiones.
1) Determinar la esencia general de la propiedad privada,
evidenciada como resultado del trabajo enajenado, en su relación con la
propiedad verdaderamente humana y social.
2) Hemos aceptado el extrañamiento del trabajo, su
enajenación, como un hecho y hemos realizado este hecho. Ahora nos preguntamos
¿cómo llega el hombre a enajenar, a extrañar su trabajo? ¿Cómo se fundamenta
este extrañamiento en la esencia de la evolución humana? Tenemos ya mucho
ganado para la solución de este problema al haber transformado la cuestión del
origen de la propiedad privada en la cuestión de la relación del trabajo
enajenado con el proceso evolutivo de la humanidad. Pues cuando se habla de
propiedad privada se cree tener que habérselas con una cosa fuera del hombre.
Cuando se habla de trabajo nos las tenemos que haber inmediatamente con el
hombre mismo. Esta nueva formulación de la pregunta es ya incluso su solución.
ad. 1) Esencia general de la propiedad privada y su relación
con la propiedad verdaderamente humana.
El trabajo enajenado se nos ha resuelto en dos componentes
que se condicionan recíprocamente o que son sólo dos expresiones distintas de
una misma relación. La apropiación aparece como extrañamiento, como enajenación
y la enajenación como apropiación, el extrañamiento como la verdadera
naturalización.
Hemos considerado un aspecto, el trabajo enajenado en
relación al trabajador mismo, es decir, la relación del trabajo enajenado
consigo mismo. Como producto, como resultado necesario de esta relación hemos
encontrado la relación de propiedad del no—trabajador con el trabajador y con
el trabajo. La propiedad privada como expresión resumida, material, del trabajo
enajenado abarca ambas relaciones, la relación del trabajador con el trabajo,
con el producto de su trabajo y con el no trabajador, y la relación del no
trabajador con el trabajador y con el producto de su trabajo.
Si hemos visto, pues, que respecto del trabajador, que
mediante el trabajo se apropia de la naturaleza, la apropiación aparece como
enajenación, la actividad propia como actividad para otro y de otro, la
vitalidad como holocausto de la vida, la producción del objeto como pérdida del
objeto en favor de un poder extraño, consideremos ahora la relación de este
hombre extraño al trabajo y al trabajador con el trabajador, el trabajo y su
objeto.
Por de pronto hay que observar que todo lo que en el
trabajador aparece como actividad de la enajenación, aparece en el no
trabajador como estado de la enajenación, del extrañamiento.
En segundo término, que el comportamiento práctico, real,
del trabajador en la producción y respecto del producto (en cuanto estado de
ánimo) aparece en el no trabajador a él enfrentado como comportamiento teórico.
(XXVII) Tercero. El no trabajador hace contra el trabajador
todo lo que este hace contra si mismo, pero no hace contra sí lo que hace
contra el trabajador.
Consideremos más detenidamente estas tres
relaciones.|XXVII||
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