EXANGÜE
Exangüe, la palabra en cuestión es exangüe. Vaya donde vaya ahí está, arrogante, altiva, burlándose de un pobre inocente como yo. Se le olvida, a la muy engreída, que ha sido creada por mí, por nosotros los humanos; se cree que la ha parido el diccionario solito.
Todo comenzó el fatídico día en que mi hijo me preguntó el significado de la palabra exabrupto, ahí comenzó mi desdicha. Como todo buen padre, mentí para ocultar mi ignorancia de oficinista de mediana edad inculto y algo vulgar y convencí a mi retoño de que, a pesar de que su padre podría explicarle muy bien su significado, lo mejor para su aprendizaje sería acudir al diccionario e ir cogiendo el hábito de tan sana costumbre. En fin, la ceguera de la inocencia nos permite a los padres convertirnos ante los atónitos ojos de nuestros hijos en todo aquello que nos gustaría ser y nunca seremos. Inevitablemente, los hijos van creciendo y cierto día se dan cuenta de lo ridículos e insignificantes que somos, sobre todo después de haber mentido tanto.
Acudimos, como si de una inusitada odisea se tratase, mi hijo y yo en busca de la peculiar palabreja.
Llegamos a la “e” un poco cansados, ya que Javi había insistido inexplicablemente en detenerse en las últimas páginas de la “b” y la “c”, a veces hasta lo más insólito puede resultar apasionante. Aquí está, me dijo con una ilusión que, la verdad, nunca lograré entender: “Exabrupto: cosa dicha bruscamente”. Javi salió corriendo como si nada en el mundo tuviese interés para él o exigiese su presencia, y ahí me quedé yo, solo ante las páginas doscientos setenta y ocho y doscientos setenta y nueve. Por curiosidad, examiné las palabras que allí se me ofrecían como todo un descubrimiento. Exacerbar, exacto, exaltar, examen... exangüe, la palabra me produjo un cierto cosquilleo momentáneo. Cerré el diccionario. Exangüe, pensé, qué palabra más rara. Lo abrí de nuevo y examiné su definición: “Exangüe: desangrado, aniquilado, sin fuerzas”.
Días más tarde, hojeando el periódico volví a encontrarme de nuevo ante su ingrata presencia: “El cuerpo de la víctima yacía exangüe...”. Simpática y desagradable coincidencia, pensé. Mi vida de oficinista de segunda y honrado padre de familia continuó su cotidiano transcurso.
Yo aún no me había dado cuenta pero ella ya había comenzado su persecución, me refiero a la dichosa palabreja, por supuesto.
Cierto día me la encontré de nuevo en un cartel publicitario, y eso no fue lo peor, porque al día siguiente apareció en mi propia casa, en la boca de mi propia mujer.
La persecución llegó más lejos. Ahora ya no se conformaba conmigo, amenazaba en las recetas de cocina de mi esposa, en los cuadernos de caligrafía de mi hijo, en los locutores de radio, en los telediarios, incluso se había apoderado de mi suegra. Los diccionarios deberían llevar una etiqueta adjunta para advertir a posibles incautos como yo de los peligros de las palabras, sobre todo de su facilidad para adherirse a los humanos.
Dicen que el hombre es un animal de costumbres, pero yo no consigo adaptarme a tan horrible persecución, quizás si la palabra fuese otra, dalia, pez, incluso farmacia, podría soportarlo. Y aquí estoy yo, un oficinista de segunda y honrado padre de familia, al límite de quedar abatido por tanta presión, exangüe (incluso a mí me ha poseído).
Pero, lo que más me asusta, es que esta mañana, al leer el periódico mi mirada se ha visto ineludiblemente atraída hacia un titular donde aparecía la palabra más espantosa que he visto en mi vida: “Pingüe”.
Tengo miedo.
Exangüe, la palabra en cuestión es exangüe. Vaya donde vaya ahí está, arrogante, altiva, burlándose de un pobre inocente como yo. Se le olvida, a la muy engreída, que ha sido creada por mí, por nosotros los humanos; se cree que la ha parido el diccionario solito.
Todo comenzó el fatídico día en que mi hijo me preguntó el significado de la palabra exabrupto, ahí comenzó mi desdicha. Como todo buen padre, mentí para ocultar mi ignorancia de oficinista de mediana edad inculto y algo vulgar y convencí a mi retoño de que, a pesar de que su padre podría explicarle muy bien su significado, lo mejor para su aprendizaje sería acudir al diccionario e ir cogiendo el hábito de tan sana costumbre. En fin, la ceguera de la inocencia nos permite a los padres convertirnos ante los atónitos ojos de nuestros hijos en todo aquello que nos gustaría ser y nunca seremos. Inevitablemente, los hijos van creciendo y cierto día se dan cuenta de lo ridículos e insignificantes que somos, sobre todo después de haber mentido tanto.
Acudimos, como si de una inusitada odisea se tratase, mi hijo y yo en busca de la peculiar palabreja.
Llegamos a la “e” un poco cansados, ya que Javi había insistido inexplicablemente en detenerse en las últimas páginas de la “b” y la “c”, a veces hasta lo más insólito puede resultar apasionante. Aquí está, me dijo con una ilusión que, la verdad, nunca lograré entender: “Exabrupto: cosa dicha bruscamente”. Javi salió corriendo como si nada en el mundo tuviese interés para él o exigiese su presencia, y ahí me quedé yo, solo ante las páginas doscientos setenta y ocho y doscientos setenta y nueve. Por curiosidad, examiné las palabras que allí se me ofrecían como todo un descubrimiento. Exacerbar, exacto, exaltar, examen... exangüe, la palabra me produjo un cierto cosquilleo momentáneo. Cerré el diccionario. Exangüe, pensé, qué palabra más rara. Lo abrí de nuevo y examiné su definición: “Exangüe: desangrado, aniquilado, sin fuerzas”.
Días más tarde, hojeando el periódico volví a encontrarme de nuevo ante su ingrata presencia: “El cuerpo de la víctima yacía exangüe...”. Simpática y desagradable coincidencia, pensé. Mi vida de oficinista de segunda y honrado padre de familia continuó su cotidiano transcurso.
Yo aún no me había dado cuenta pero ella ya había comenzado su persecución, me refiero a la dichosa palabreja, por supuesto.
Cierto día me la encontré de nuevo en un cartel publicitario, y eso no fue lo peor, porque al día siguiente apareció en mi propia casa, en la boca de mi propia mujer.
La persecución llegó más lejos. Ahora ya no se conformaba conmigo, amenazaba en las recetas de cocina de mi esposa, en los cuadernos de caligrafía de mi hijo, en los locutores de radio, en los telediarios, incluso se había apoderado de mi suegra. Los diccionarios deberían llevar una etiqueta adjunta para advertir a posibles incautos como yo de los peligros de las palabras, sobre todo de su facilidad para adherirse a los humanos.
Dicen que el hombre es un animal de costumbres, pero yo no consigo adaptarme a tan horrible persecución, quizás si la palabra fuese otra, dalia, pez, incluso farmacia, podría soportarlo. Y aquí estoy yo, un oficinista de segunda y honrado padre de familia, al límite de quedar abatido por tanta presión, exangüe (incluso a mí me ha poseído).
Pero, lo que más me asusta, es que esta mañana, al leer el periódico mi mirada se ha visto ineludiblemente atraída hacia un titular donde aparecía la palabra más espantosa que he visto en mi vida: “Pingüe”.
Tengo miedo.