A LOS QUE HIEREN
(in memoriam de los muertos que pretenden permanecer en nuestras vidas)
Hay una bella canción que casi todos conocemos y que nos emociona cuando de repente nos sorprende en medio de una conversación en una cafetería cualquiera o en el lugar más disparatado: Everybody Hurts, del grupo REM. Escucho ahora el estribillo en mi cabeza.
Isabel Coixet dio el título “A los que aman” a una de sus películas más silenciosas, delicadas. Para aquellos que aman en silencio, los que aman de verdad, los que creen amar y confunden juego con entrega…
Pero no acabo de hallar ninguna recopilación de tipologías o patologías cotidianas que reflejen fielmente los distintos personajes que llevan a cabo día tras día esto del “daño gratuito”, ni de los diferentes niveles o grados de este daño. Aquéllos que hieren gustan de darse por aludidos para todo lo que les conviene a sus vidas, egos y demás cosas de vital importancia como mantener su imagen de recipiente vacío siempre llena para que nadie sospeche, a punto de reventar en su propio líquido amniótico. Aquéllos que hieren se esconden ante la verdad y evitan toda cercanía con ésta, aunque para ello utilizan lenguajes, formas y modos tan peregrinos que cualquiera puede ver desde lejos su verdadera debilidad y cobardía, ésa que tanto esconden tras un porte tan cuidadosamente estudiado. Aquéllos que hieren desconocen la libertad y el respeto, desconocen la individualidad (y ven cómo éstas ponen en peligro sus artimañas sociales). Aquéllos que hieren se sienten vacíos porque lo están y para ello tapan sus infinitos huecos una y otra vez con sustancias, seres o daños ajenos. Aquéllos que hieren cubren su inseguridad con las heridas que provocan en los otros y atacan la seguridad que ven frente a ellos con la ferocidad que les falta para enfrentarse al espejo. Aquéllos que hieren suelen engatusar con palabras para crear confusión entre la multitud o para que la presa más próxima no pueda escuchar el ruido que precede al golpe. Sus hechos les delatan siempre, pues nada tienen que ver con las palabras pronunciadas.
El miedo consigue arrancar lo peor del hombre. El miedo de un hombre débil es siempre un peligro para todo aquel que le rodea. Quien hiere con saña lo hace porque existe una necesidad de exterminar al otro, para elevarse ante él, para salvarse “contra el otro”. No me asustan los fuertes, sí los débiles, aquéllos que tras sellar puertas y ventanas se cuelan por las rendijas.
Empuñar un arma no es algo demasiado complejo, disparar tampoco, sacar las balas, arrojar el arma lejos de ti y enfrentarte al enemigo cara a cara exige coraje no armamento.
Hitler consiguió alimentar su ego con los cuerpos de miles de judíos, Pinochet decidió “ejecutar” órdenes desde su silla de despacho mientras otros soportaban las torturas y aún así defendían su libertad, Videla arrancó niños de sus hogares y destruyó una generación entera para elevarse él frente al mundo. Todos ellos fueron un día hombres de ésos a los que les gusta herir, que carecen de empatía, los que un día fueron jóvenes que tuvieron la misma visión: con mi debilidad sólo queda el exterminio del otro, el seguro, el fuerte, el que pelea con la verdad pese a estar atado de pies y manos.
Miremos a nuestro alrededor y no aceptemos patologías cuyo uniforme vemos con el alma, a los que hieren debemos cortarles el paso desde el primer momento. La vida es cruel, ya nadie recuerda el exterminio armenio. Aquéllos que se enfrentaron con sus hijos a los que les encañonaban, violaban a sus mujeres y cometían todo tipo de atrocidades, nos juzgan como tantos otros desde viejas fotografías amarillentas perdidas por diversos hogares rotos. Aquéllos que hieren seguirán intentándolo siempre, buscarán algún pequeño orificio por el que colarse. Si ahora mismo se produjese un conflicto bélico, aquí y ahora, miremos a nuestro alrededor: distinguiremos con total claridad y espanto los ojos de las culebras que permanecen agazapadas a nuestro alrededor. El que golpea, hiere o mata es quien tiene miedo no la víctima.
(in memoriam de los muertos que pretenden permanecer en nuestras vidas)
Hay una bella canción que casi todos conocemos y que nos emociona cuando de repente nos sorprende en medio de una conversación en una cafetería cualquiera o en el lugar más disparatado: Everybody Hurts, del grupo REM. Escucho ahora el estribillo en mi cabeza.
Isabel Coixet dio el título “A los que aman” a una de sus películas más silenciosas, delicadas. Para aquellos que aman en silencio, los que aman de verdad, los que creen amar y confunden juego con entrega…
Pero no acabo de hallar ninguna recopilación de tipologías o patologías cotidianas que reflejen fielmente los distintos personajes que llevan a cabo día tras día esto del “daño gratuito”, ni de los diferentes niveles o grados de este daño. Aquéllos que hieren gustan de darse por aludidos para todo lo que les conviene a sus vidas, egos y demás cosas de vital importancia como mantener su imagen de recipiente vacío siempre llena para que nadie sospeche, a punto de reventar en su propio líquido amniótico. Aquéllos que hieren se esconden ante la verdad y evitan toda cercanía con ésta, aunque para ello utilizan lenguajes, formas y modos tan peregrinos que cualquiera puede ver desde lejos su verdadera debilidad y cobardía, ésa que tanto esconden tras un porte tan cuidadosamente estudiado. Aquéllos que hieren desconocen la libertad y el respeto, desconocen la individualidad (y ven cómo éstas ponen en peligro sus artimañas sociales). Aquéllos que hieren se sienten vacíos porque lo están y para ello tapan sus infinitos huecos una y otra vez con sustancias, seres o daños ajenos. Aquéllos que hieren cubren su inseguridad con las heridas que provocan en los otros y atacan la seguridad que ven frente a ellos con la ferocidad que les falta para enfrentarse al espejo. Aquéllos que hieren suelen engatusar con palabras para crear confusión entre la multitud o para que la presa más próxima no pueda escuchar el ruido que precede al golpe. Sus hechos les delatan siempre, pues nada tienen que ver con las palabras pronunciadas.
El miedo consigue arrancar lo peor del hombre. El miedo de un hombre débil es siempre un peligro para todo aquel que le rodea. Quien hiere con saña lo hace porque existe una necesidad de exterminar al otro, para elevarse ante él, para salvarse “contra el otro”. No me asustan los fuertes, sí los débiles, aquéllos que tras sellar puertas y ventanas se cuelan por las rendijas.
Empuñar un arma no es algo demasiado complejo, disparar tampoco, sacar las balas, arrojar el arma lejos de ti y enfrentarte al enemigo cara a cara exige coraje no armamento.
Hitler consiguió alimentar su ego con los cuerpos de miles de judíos, Pinochet decidió “ejecutar” órdenes desde su silla de despacho mientras otros soportaban las torturas y aún así defendían su libertad, Videla arrancó niños de sus hogares y destruyó una generación entera para elevarse él frente al mundo. Todos ellos fueron un día hombres de ésos a los que les gusta herir, que carecen de empatía, los que un día fueron jóvenes que tuvieron la misma visión: con mi debilidad sólo queda el exterminio del otro, el seguro, el fuerte, el que pelea con la verdad pese a estar atado de pies y manos.
Miremos a nuestro alrededor y no aceptemos patologías cuyo uniforme vemos con el alma, a los que hieren debemos cortarles el paso desde el primer momento. La vida es cruel, ya nadie recuerda el exterminio armenio. Aquéllos que se enfrentaron con sus hijos a los que les encañonaban, violaban a sus mujeres y cometían todo tipo de atrocidades, nos juzgan como tantos otros desde viejas fotografías amarillentas perdidas por diversos hogares rotos. Aquéllos que hieren seguirán intentándolo siempre, buscarán algún pequeño orificio por el que colarse. Si ahora mismo se produjese un conflicto bélico, aquí y ahora, miremos a nuestro alrededor: distinguiremos con total claridad y espanto los ojos de las culebras que permanecen agazapadas a nuestro alrededor. El que golpea, hiere o mata es quien tiene miedo no la víctima.