DECEPCIÓN
Quizá el diablo sea más sabio por su experiencia que por diablo y eso es algo que el paso del tiempo nos demuestra, a veces, con infinita crueldad. Por qué nos decepcionan aquellos en los que depositamos una confianza casi ciega, por qué, de repente, se transforman en otros a quienes no conocemos ni queremos conocer, por qué, finalmente, es tan fácil decepcionar al otro. Al igual que en el amor formamos parte de un círculo en constante movimiento, una ruleta rusa, en la que los papeles se intercambian una y otra vez, en ocasiones somos aquellos que hieren y en otras los heridos; algo similar ocurre con la decepción, no sólo sufrimos el papel de víctimas sino que también nos convertimos en monstruos, en quien decepciona, hiere al otro, con o sin intención alguna. Me pregunto si es posible llegar al final del camino sin haber decepcionado o defraudado a nadie, conocido o desconocido (en principio algo imposible puesto que el mismo cambio que soporta toda vida provoca una serie de mutaciones que afectarán a nuestro carácter, comportamiento, modos de ser y actitud y esto influirá en la visión positiva o negativa que los demás tienen de nosotros).
La decepción duele y duele la más reciente como la primera, y ese dolor permanece invariable siempre; difícil acostumbrarse a vivir en carne propia lo que ni tan siquiera atisbamos en el horizonte ajeno. No es necesario haber depositado una confianza excesiva en el otro, tan sólo la más lógica, la humana: esperamos de quien tenemos al lado casi de todo menos el daño gratuito. Ingenuidad quizá, puesto que es absurdo conceder a un solo ser –o varios- la confianza que no tenemos en el mundo en general, en la vida, la suerte, la justicia…
Y la decepción se produce una y otra vez. Nuestra mirada atónita ante el hecho concreto que nos hace ver ya lo evidente nos vuelve a morder con la misma fiereza que cuando éramos niños, aquellas cosas que nos costó –y cuesta- tanto entender: la maldad, la envidia, la mediocridad y sus ataques… Volvemos a sentirnos igual de ingenuos, desamparados y con cierta culpabilidad sobre nuestra espalda por habernos permitido una ceguera que ahora nos pasa factura. Nos encontramos de nuevo con el concepto de la ceguera, pero de otro modo, otro sentido: la que aún protege algunas almas. Curiosa relación y efectos: por un lado la ceguera elegida, aquella que triunfa y que alcanza el poder negándose a ver los cadáveres que el interesado pisa hasta la cumbre, y la ceguera contraria, la que consigue que el hombre vuelva a confiar, la bendita ingenuidad que conservamos aún sin desear dicha capacidad que finalmente nos daña, aquella que nos permite seguir soñando, puesto que con los ojos cerrados es más difícil ver el llanto. Insisto, curiosa relación entre la ceguera voluntaria y elegida de aquellos que se elevan sobre huesos y cadáveres hasta el lugar más alto, frente a la de los que aún podemos llegar a ver al otro más allá de la piel, su alma. Dos bandos: los que decepcionan pero su ceguera se niega a ver el daño que les conduce al triunfo y los que sufren su ceguera en forma de decepción constante por haber confiado en quien les pidió que arqueasen su espalda para así poder colocar sus botas más cómodamente sobre ella y elevarse más rápido, de un modo eficaz.
Quizá el diablo sea más sabio por su experiencia que por diablo y eso es algo que el paso del tiempo nos demuestra, a veces, con infinita crueldad. Por qué nos decepcionan aquellos en los que depositamos una confianza casi ciega, por qué, de repente, se transforman en otros a quienes no conocemos ni queremos conocer, por qué, finalmente, es tan fácil decepcionar al otro. Al igual que en el amor formamos parte de un círculo en constante movimiento, una ruleta rusa, en la que los papeles se intercambian una y otra vez, en ocasiones somos aquellos que hieren y en otras los heridos; algo similar ocurre con la decepción, no sólo sufrimos el papel de víctimas sino que también nos convertimos en monstruos, en quien decepciona, hiere al otro, con o sin intención alguna. Me pregunto si es posible llegar al final del camino sin haber decepcionado o defraudado a nadie, conocido o desconocido (en principio algo imposible puesto que el mismo cambio que soporta toda vida provoca una serie de mutaciones que afectarán a nuestro carácter, comportamiento, modos de ser y actitud y esto influirá en la visión positiva o negativa que los demás tienen de nosotros).
La decepción duele y duele la más reciente como la primera, y ese dolor permanece invariable siempre; difícil acostumbrarse a vivir en carne propia lo que ni tan siquiera atisbamos en el horizonte ajeno. No es necesario haber depositado una confianza excesiva en el otro, tan sólo la más lógica, la humana: esperamos de quien tenemos al lado casi de todo menos el daño gratuito. Ingenuidad quizá, puesto que es absurdo conceder a un solo ser –o varios- la confianza que no tenemos en el mundo en general, en la vida, la suerte, la justicia…
Y la decepción se produce una y otra vez. Nuestra mirada atónita ante el hecho concreto que nos hace ver ya lo evidente nos vuelve a morder con la misma fiereza que cuando éramos niños, aquellas cosas que nos costó –y cuesta- tanto entender: la maldad, la envidia, la mediocridad y sus ataques… Volvemos a sentirnos igual de ingenuos, desamparados y con cierta culpabilidad sobre nuestra espalda por habernos permitido una ceguera que ahora nos pasa factura. Nos encontramos de nuevo con el concepto de la ceguera, pero de otro modo, otro sentido: la que aún protege algunas almas. Curiosa relación y efectos: por un lado la ceguera elegida, aquella que triunfa y que alcanza el poder negándose a ver los cadáveres que el interesado pisa hasta la cumbre, y la ceguera contraria, la que consigue que el hombre vuelva a confiar, la bendita ingenuidad que conservamos aún sin desear dicha capacidad que finalmente nos daña, aquella que nos permite seguir soñando, puesto que con los ojos cerrados es más difícil ver el llanto. Insisto, curiosa relación entre la ceguera voluntaria y elegida de aquellos que se elevan sobre huesos y cadáveres hasta el lugar más alto, frente a la de los que aún podemos llegar a ver al otro más allá de la piel, su alma. Dos bandos: los que decepcionan pero su ceguera se niega a ver el daño que les conduce al triunfo y los que sufren su ceguera en forma de decepción constante por haber confiado en quien les pidió que arqueasen su espalda para así poder colocar sus botas más cómodamente sobre ella y elevarse más rápido, de un modo eficaz.