LOS MUERTOS
Muerto, muerto, muerto…Eso le decía la voz que escuchaba dentro de su cabeza. Muerto, muerto…Una y otra vez, sin cesar, sin descanso. Apenas recordaba su nariz encorvada y fría, siempre muy fría, la gabardina colgada en el perchero y el paraguas junto a la puerta. Le conoció un día de verano, cuando disfrutaba de unas vacaciones en casa de tía Angélica, en el campo. Eran casi unos niños. Carmen le susurró al oído que ya había cumplido los dieciocho. Jaime tenía veinticinco. Tía Angélica pensaba que era un tipo raro, su familia acababa de instalarse en el pueblo, en la casa que había junto al lago. La gente decía muchas cosas entonces. Pasados tres años Jaime y Carmen se casaron en la ciudad. Una ceremonia íntima, con pocos invitados, los familiares más cercanos tan sólo. Carmen ya estaba embarazada por aquel entonces. Primero nació Pablo, luego Mario y la última en llegar fue Lucía, la más esperada, la princesa de la casa. Felices, podría decirse que siempre fueron felices, excesivamente dichosos, sin problemas, sin obstáculos, como si sus vidas siguieran una línea recta sin sobresalto alguno ni baches, nada. Simple y pura felicidad. Cuando Lucía cumplió seis años, Jaime y Carmen organizaron una gran fiesta. Su padre se empeñó en contratar a un payaso para divertir a los niños. A Carmen no le gustaba nada la idea. Desde pequeña sentía cierto terror ilógico y desmesurado por esos extraños seres que vestían ropas de colores chillones. Esa misma mañana, Carmen se levantó muy temprano, a las siete en punto. Preparó la tarta, ordenó la casa y salió al jardín a organizarlo todo. A las once Carmen no había terminado aún con los preparativos de la fiesta. Le faltaban muchas cosas por hacer, comenzaba a ponerse nerviosa. Se le había pasado el tiempo volando. Miró el reloj, marcaba las once y cuarto. Los niños dormían todavía. Le pareció raro que Jaime no se hubiera levantado. Subió las escaleras hacia el dormitorio, tenía que echarle una mano en el jardín. Cuando llegó junto a la cama, le llamó y como no despertaba, le zarandeó. Nada. No se despertaba. Carmen siguió llamándole: Jaime, Jaime…Entonces se dio cuenta. Acercó su cara a su boca y no sintió nada: Jaime no respiraba. Comprobó el pulso. Parecía estar muerto. Entonces sonó el timbre. Bajó corriendo las escaleras. Cuando llegó al primer piso se dio cuenta de que había perdido una de las zapatillas por el camino. Abrió la puerta arreglándose el pelo. Allí estaba. Allí estaba el payaso, frente a ella. Vengo por lo de la fiesta de cumpleaños, dijo sonriendo. Muerto, dijo Carmen. Está muerto, repitió. Cayó de rodillas llorando. Muerto, muerto, muerto, se repetía a sí misma una y otra vez. El payaso la levantó del suelo, intentó tranquilizarla. Carmen ya no recordaba apenas a su marido. Jaime se había transformado en una débil silueta de nariz aguileña perdida en su memoria. Miró el perchero y vio la gabardina, y el paraguas junto a ella. Muerto, muerto, muerto, escuchaba sin cesar en su cabeza.