VIOLENCIA
Insisto en un tema que se denuncia cada día a golpe de muertos y heridos: la violencia (violencia de género, de portero de discoteca, de conflictos armados y todo movimiento de individuo o grupo que infecta cada día una parte del mundo más cerca o más lejos de nuestra realidad circundante). Para aquellos que aún manifiestan cierta ceguera respecto al tema es necesario añadir una vez más algo evidente: toda violencia es inútil. Tal y como decía Gandhi “ojo por ojo y la humanidad se quedará ciega”. No hay arma, ni cuchillo, ni palabra hiriente, que consiga alcanzar sus objetivos. Y recordamos ahora a Unamuno: “Venceréis pero no convenceréis”.
La violencia surge no del sentimiento de superioridad de un individuo, grupo o pueblo, sino todo lo contrario, de su complejo de inferioridad, insatisfacción o necesidad. No obstante, no siempre resulta tan fácil elaborar un esquema preciso de las causas que conducen a la violencia si en este momento pensamos en pueblos hambrientos o humillados durante siglos; sin embargo vemos el absurdo que se esconde tras las limpiezas étnicas, las guerras de la diferencia, los asesinatos y atrocidades cometidos por la humanidad en nombre de la religión, la “raza”, del sinsentido en resumidas cuentas. El verdugo que asesina a la mujer que le hace sentirse amenazado en su virilidad, su estatus, intenta restablecer su poder con la sangre de la víctima. El mismo asesino que luego se autolesiona o se quita la vida porque, suponemos, eso ha de analizarlo un especialista en salud mental, comprueba la inutilidad de sus actos, de la sangre derramada. Una vez eliminada la amenaza se da cuenta que exactamente su poder radicaba en la existencia de la víctima o víctimas. Cuando el coronel no tiene ya quien le escriba deja de ser coronel… Sirva esto como ejemplo cercano y que nos hiere cada día en los medios de comunicación, sin olvidarnos de los que sufren conflictos olvidados o de actualidad, aquellos que sufren la violencia en todas sus formas, también los niños cuyos padres siguen creyendo en la brutalidad como forma de educar o quienes ven en los animales un modo de expresar su falta de integración en la sociedad y su insatisfacción personal. Siempre castigamos a los otros por nuestros propios pecados.
Dos grandes del cine como Kubrick y Michael Haneke indagaron sobre el origen y consecuencias de la violencia en dos de sus películas: “La naranja mecánica” y “Funny Games”. El grado tal de violencia en ambos casos es tan exacerbado, tan crudo, que resulta difícil mantener firme la mirada frente a los hechos que nos muestran. No sólo sufrimos la violencia ejercida como tal, los hechos puntuales, sino también la gratuidad de estos; ambos cineastas nos muestran el verdadero horror que se esconde tras todo acto violento: la indiferencia de quien lo ejecuta. Vemos con toda claridad cómo los personajes que golpean e hieren no sólo disfrutan, juegan, se entretienen con sus actos, sino que manifiestan una completa indiferencia ante sus víctimas, ante la sangre, el llanto o la desesperación. Y es justo aquí donde las imágenes de la pantalla nos resultan insoportables. Al fin, somos espectadores “directos” de lo que cada día vemos reflejado en los diversos medios de comunicación, pero ahora vemos más allá, vemos lo que éstos no se atreven a revelar: la crueldad real, el momento exacto en que quien acaba de violar, matar o torturar se sienta cómodamente a tomarse una cerveza, comer algo o dormir plácidamente. Hasta ahora seguimos protegidos por ese velo que separa al espectador del protagonista de la historia, sin darnos cuenta, y de forma bastante ingenua, que todos pertenecemos al mismo escenario y que los papeles cambian con un simple movimiento de rotación. Entonces nada ni nadie podrán protegernos.
Ana Vega