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Existe a veces cierta sincronía vital o existencial entre lo que nos sucede o va sucediendo a lo largo de la vida y nuestro camino o trayecto marcado de antemano. Difícilmente puedo comprender quién fui, soy y seré más tarde, sin prestar cierta atención a la parte de mi ser o vida o tiempo que he vivido en otra especie de mundo, realidad o microcosmos. Mis raíces se encuentran, parten y se enredan en el occidente asturiano, sin duda alguna, uno de los lugares más bellos de nuestra geografía y también más agrestes, salvajes, indómitos, tanto los paisajes de la zona montañosa como los de la costa demuestran una fuerza y vigor poco comunes, un carácter que ha de marcar en muy diversos modos y maneras al hombre y la mujer que con ellos conviven. Hablo siempre del paisaje, tierra, todo cuanto me rodea como un ser más, pues así lo noto, vivo, radiante y fiero, basta con observar las olas que golpean esta costa para conocer el carácter de sus gentes. Un viejo amigo solía decir que era normal mi querencia por esta tierra pues yo siempre he sido muy “Cumbres Borrascosas” buscando una vuelta de tuerca evidente a Emile Bronte. Y sí, así es, orgullosa estoy de serlo, así reza mi pie derecho: Invicta. O eso intento, al menos.
Media vida en el asfalto y media vida en esta tierra. Recuerdo ahora como persiste en mí, tenaz, la voluntad de guardar con cierto secreto el nombre del refugio que me vio crecer y que ha sabido curar el llanto, lamer heridas y dejarme seguir más allá de su horizonte. Mis raíces se extienden desde el Concejo de El Franco al de Tapia. Y justo al decir esto comienzan a invadirme los recuerdos. Mis abuelos dividen dicha querencia desde El Valle hasta A Roda, estableciendo una especie de triángulo perfecto (o así lo imagino yo en mi mente) que me conduce a Sueiro, el nombre mágico.
Mi abuelo Manuel, oriundo de El Valle, conocido cazador y pescador (y me vienen lobos a la memoria y cuentos imborrables...), cuya familia recuerdo siempre bailando y tocando el acordeón: Ramiro, Servanda, Julia… Hijos todos ellos de “bolo”, familia directa de Mediaoreya, el famoso gaitero y violinista que un día descubrí de la mano de Xosé Miguel “Tapia” y su libro “Xa chegan os Quirotelvos”. De mi abuelo recuerdos sus historias, de donde rescato mi absoluta fascinación por la narración oral, sus historias de la guerra, la caza, sus vivencias, y algunas frases que nunca olvidaré: “para vivir es necesario ver, oír y callar”. Y la frase que siempre decía mi madre sobre “bolo” y más tarde he visto repetirse una y otra vez en todos y cada uno de sus miembros: “non podo escuitar música sin bailar porque se me levantan as pernas”. Quizá explique esto esta tendencia natural a la inquietud que siempre me ha llevado a un balanceo constante de actividades, disciplinas artísticas y movimiento perpetuo, no sólo mi pasión por la palabra y escritura –movimiento constante-, también por el baile que abandoné a cierta edad y la música que aún hoy me acompaña (esa búsqueda constante de mestizaje entre palabra y música).
De mi abuela recuerdo su manera de cantar, una mezcla de canción popular y flamenco, algo que a mí siempre me pareció un bálsamo, también su manía constante por conocer si el tejido de la ropa era realmente apropiado o la calidad de éste.
Recuerdo el último bastón de mi abuelo, su perro siempre a su vera y ese acordeón rojo que pocos meses antes de morir se empeñó firmemente en comprar y tocar.
De mis abuelos paternos apenas guardo recuerdos, desaparecieron de mi vida demasiado pronto, como todo tesoro. Recuerdo llegar al Cabillón, la casa pequeña y mi abuela dulce, serena, un ejemplo de mujer. Mantengo vivo el recuerdo de echar de menos unos recuerdos que la vida nos arrebató antes de crearlos.
Y aparece la palabra, desconozco en qué momento pues siempre he escrito, incluso sin escribir. Escribir es un modo de estar en el mundo (“una manera de estar solo en el mundo”, decía Pessoa), pero también de actuar, de pensar, creer, confiar, escribes todo el tiempo, las voces te acompañan siempre, la memoria llena de versos, el libro que va surgiendo de la nada e invadiéndolo todo… Luego llegan los libros, ese lugar extraño que acontece después del libro pero que también forma parte de él, llega el momento en que el libro te abandona realmente pues ya ha sido concebido, creado y arrancado de ti, publicado en papel, por tanto arrebatado de tu vientre para depositarlo en otros. Así ha de ser, una comunión infinita. Unas raíces invisibles que unen como la tierra.
De niña yo sólo conocía un lenguaje, a fala. Mis eternos veranos así lo confirmaban, cuando abandonaba el asfalto, mi lenguaje volvía a su ser inicial. De ahí algunas anécdotas escolares en las que me tuve que enfrentar a conceptos que no podía ni querer entender, para mí unas madreñas no existían pero sí unas galochas.
Pasa el tiempo y mi cuerpo sigue amoldándose al ejercicio cotidiano de la vida común, trabajo y vivencias. Formando mi ser aquí, a este lado, podríamos decir a modo Alicia en el País de las Maravillas, una parte de mí que tan sólo se activa cuando mis pies se posan sobre esta tierra. Sin embargo, en algún momento, una especie de pálpito de va adueñando de mi, algo me empuja a trascribir esta querencia en un lenguaje más aproximado, a expresarme desde la voz que aún no ha sido domesticada (para resaltar de nuevo las sincronías que marcan nuestro destino) y justo entonces descubro por casualidad el libro en el que a su vez me encuentro con una grata sorpresa, un tatatarabuelo famoso por su violín, tambor y las coplas que escribía; famoso principalmente por su carácter libre. Y vuelven por tanto a anudarse vidas, historias, vivencias y destino. De un modo casi automático, escribo, escribo desde mi lengua de este lado, a fala y ahí, descubro realmente un registro desconocido. Toda esa inocencia perdida, ingenuidad, querencia por la tierra vuelven a mí multiplicados y bien parece que de mis manos surgen alas para llegar hasta recuerdos instalados ya en un lugar muy, muy lejano.
De nuevo el destino vuelve a tejer sus redes con acierto, coincido en un recital con Xosé Miguel y con Miguel Galano, obra de ambos que no sólo admiro sino que también me influye de un modo directo. De este encuentro personal y vivencial surgen nuevos textos y el empujón primero se torna ahora más fuerte.
Descubro la obra de Manuel Galano, amigo a su vez de mi padre, vecinos d’A Roda, leo con avidez sus textos, el diccionario creado (diccionario d’A Roda) y utilizo su obra a modo de manual para seguir indagando más y más, profundizando. Las “Faraguyas” de Manuel me invitan a seguir escribiendo, su aliento cercano.
La vida, vuelve a situarnos justo en el momento exacto necesario para llevar a cabo nuestra tarea, un proceso personal y profesional me conduce al centro de mi misma. No sólo investigo nuevos métodos narrativos y poéticos, nuevos modos de contar, me obligo, me esfuerzo en exigirme más y más hasta llegar justo al núcleo y paralelo a este proceso de búsqueda incesante de la escritura desnuda de la que habla Marguerite Duras surge a la par mi libro de poemas Herrumbre en castellano, sin apenas puntuación, regio, duro, limpio y “Al xeito del tambor”, mi primer libro de poemas en gallego asturiano, toda yo, más desnuda que nunca, abierta al mundo.
He aquí donde surge mi necesidad de narrar este proceso creativo, personal y vital en imágenes.