BUROCRACIA SEXUAL



Resulta que ahora las mujeres hablamos de sexo, también de política, economía, literatura, arte, viajes, documentales, cine, música, estilismo, terapias alternativas, relaciones sentimentales y sí, también de sexo. Y no sólo hablamos de ello, nos atrevemos incluso a nombrarlo en el momento y lugar que nos place con la facilidad con la que separamos las rebanadas de pan antes de preparar el sándwich. Hasta ahora (y en el momento en que escribo esto y usted lo lee) no era algo demasiado frecuente eso de que una mujer hablase de forma abierta de sus experiencias en cama propia y ajena, y mucho menos de miembros conocidos, puestos de honor de dichos miembros o, lo que es más común, su agrupación en los denominados “verdaderos ineptos en técnicas y tácticas amatorias”. El sexo tántrico ya ni mencionarlo. Curioso fenómeno, hombres a lo largo de los siglos compartiendo sus batallas sexuales, peripecias insólitas, posturas impronunciables, miembros descomunales y una serie de acontecimientos que por las medidas que todo habitáculo más o menos normal posee resultarían imposibles de llevar a cabo, años y años, por tanto, practicando el sexo en forma de verborrea dialéctica en manada y hoy llegan hasta nosotras cual folio en blanco, sin conocer apenas el camino de baldosas amarillas que han de recorrer hasta alcanzar el orgasmo de aquella que les acompaña. Y no sólo del orgasmo vive el hombre ni la mujer, todo tiene un inicio, nudo y desenlace, y uno puede perderse de forma gustosa en cualquiera de estas partes, demorarse en ellas, algo que a día de hoy los hombres en general ignoran. Cada sensación, cada mordisco, cada jadeo es un momento en el que el placer se cristaliza, se diluye plácidamente.

Las mujeres hablan de sexo, alto y claro, sin tapujos, incluso alardean de la experiencia y sabiduría que su instinto de mujer les otorga. Esto provoca el pánico inmediato del macho alfa y su posterior comportamiento neandertal al intentar de modos y maneras de lo más variopintas silenciar los secretos más íntimos protegidos por su manada hasta entonces. Y es en ese momento cuando ellos explican sus teorías: su mujer ha de una “señora” con mayúsculas ante el mundo pero en su territorio ha de transformarse en una mezcla explosiva capaz de realizar aquellas posturas con las que el porno parece desafiar la ley de la gravedad, realizar alguna que otra acrobacia, Streep tease con cierta frecuencia (no demasiada te dirán ellos porque se pierde el encanto) y estar dispuesta a perpetrar todo tipo de juegos y prácticas que ellos consideran muy placenteras para nosotras pues así lo han decidido (nos informan siempre a posteriori) pese a que la mujer en cuestión se dedique mientras el acto tiene lugar a repasar mentalmente la lista de la compra al tiempo que gime con cierto ritmo acompasado. Es aconsejable que cada gemido se acompañe de ciertas frases o palabras que ellos piensan en ese mismo instante pero no se atreven a decir, lo cual les ayuda a corroborar que estaban en lo cierto al pensar que lo que ellos creían nos volvería locas ha sido un éxito rotundo, cuando en realidad es el truco que todas conocemos para que el pistolero descargue su munición en tiempo record. Luego ellos mismos se felicitan a si mismos por la labor realizada. Como compensación nosotras obtenemos un “te amo” siempre en horizontal y un “te quiero” siempre vertical. Con el desayuno a media tarde se alcanza el grado “te quiero mucho”. Dicho grado asciende o desciende dependiendo de la urgencia o distancia del último coito. Nos preguntamos entonces si realmente la sangre que circula por sus venas puede recorrer tan rápido la distancia entre su cerebro y el pene. Dudamos.

Nosotras, mujeres, amedrentamos a los hombres cuando al borde de la cama y del precipicio sentimental levantamos la mano como en el colegio y mirando fijamente a los ojos a nuestro contrincante decimos: “Esto no me gusta”. Algunas lo empeoramos dando indicaciones, otras se atreven incluso a llevar sus manos al centro neurálgico del placer y las más arriesgadas les muestran sin tapujos lo aprendido por ellas mismas tras años de adiestramiento y práctica. Las mujeres hoy conocen sus cuerpos, disfrutan de su sexualidad, saben mover su cabeza en sentido afirmativo y negativo, es decir: son peligrosas, saben lo que quieren. Eso asusta.

Hace algún tiempo, en un descuido, cierto mail de carácter íntimo, muy íntimo, con detalles precisos acerca de momentos previos a la cópula, elementos secundarios, preferencias personales, juegos y una predilección que confieso con total falta de pudor por los condones de fresa, fue enviado por error a la persona equivocada, quedando pues a la intemperie todo aquello que tantos años había guardado en el cajón de la intimidad de una cama, de dos jugadores pues, no más. Esa burocracia sexual que implica que antes de llevar a cabo acto alguno has de solicitar instancia predeterminada para ese tipo de circunstancia y ser aprobada y sellada por algún miembro del ministerio de actividades sexuales que indica hasta que punto la mujer puede utilizar sus manos o su boca en actividades sólo lícitas cuando se silencian (pese a la demanda exacerbada de ese tipo de maniobras), o dictaminar por criterios establecidos siempre por hombres cuál es la finalidad del cuerpo femenino que muchos sitúan aún bajo las sábanas o en la cocina, esa instancia, los documentos invisibles que siempre nos exigen antes de mover pieza por ser mujer y tener coraje, se esfumaron al saltarme todo el papeleo previo e ir directa al grano, algo que los hombres mantienen como uno de sus enunciados perfectos. Instancia pues al descubierto. Más allá de la burocracia administrativa, política y sentimental, todas sabemos que antes de conquistar camas ajenas es necesario un largo proceso cuyo ring se encuentra entre las sábanas. El hombre no presenta instancia alguna, simplemente actúa, él inventó los trámites. La mujer se guía por su instinto, pero sigue, aún hoy, siendo obligada, de forma tácita, a esconder bajo su sonrisa lo que el hombre manifiesta en forma de medalla. Se lanzan mujeres a la hoguera, nunca medallas ni objetos “de valor”.


Ana Vega