A Miguel Galano
Hay tantos paisajes en mi memoria,
tantos recuerdos salvados
de algún modo
de la hoguera
del desengaño que toda vida
implica,
tantos gestos dulces y rostros amables,
tierras que me vieron crecer
y que ahora descubro
de nuevo
en un cuadro,
alguien que me rescata
del olvido
y me devuelve al origen:
aquélla que fui
y que tanto he buscado
en este árido asfalto.
Hay un cementerio que visito
cada año,
una tumba que siempre
tiene flores frescas.
Pocos o nadie, quizá,
sepan, que ahí
vive
el único amor
de mi vida.
Curioso el destino.
El origen y el fin
unidos en un mismo lugar,
aquél que yo siempre consideré
paraíso íntimo,
a mía terra,
a terra de os meus bolos,
a terra tamén del meu amor
morto y enterrado
en el más bello cementerio
del mundo
desde el que se divisa
el cielo más infinito
y profundo
que nadie haya podido
imaginar nunca.
Tierra que siento en los pies
con cada paso
y tierra que protege
a mi amor,
la que guarda el anillo
que compró
para mí
y que sigue esperando
a la novia que no llega
ni llegará nunca
al altar
de la misma capilla
de la boda
muerta
antes de nacer
incluso.
Pero mi amor
es eterno
como la tierra
y sus raíces.
Las casas
se protegen del invierno
mirando hacia
otro lado.
Tan sólo el humo
de la chimenea
puede atestiguar
que hay alguien dentro.
La tierra que conozco
es una tierra dura, pero fértil,
veo cómo los hombres sonríen
mientras el sudor desciende
por sus mejillas,
veo a las mujeres
con tanto peso
dentro,
sobre,
encima,
que mi propia sonrisa
se convierte en mueca.
Veo el corazón de estas gentes
en sus ojos, su expresión,
cada palabra
que dirigen al viento
y tan sólo encuentro
esperanza
a miles de kilómetros
de la ciudad.
Donde el ser humano
aún permanece
junto a la hierba.
Si cierras los ojos
podrás escuchar
el susurro del río…
Cada vez que teño a impresión
de irme al suelo
y cayer redonda como si nada
miro os montes
que creceron junto a mín,
sinto esa marea infinita e imparable
que é a naturaleza
intacta.