DINÁMICA DEL FRÍO
I
El dolor. La soledad y el frío. Cómo enfrentarse a eso. Cómo hablar de ello. Nunca hay palabras suficientes para describir ciertas miradas. Una especie de sombra entre los vivos, un no muerto. Eso eres ahora.
El silencio del que espera. El miedo acecha en cada esquina del cuarto, en cada recuerdo… Enmudecer, el dolor te silencia por dentro.
Se busca aliento en el cuerpo ajeno como quien suplica cobijo bajo la noche. Pero se vive en la desesperanza, nadie puede cambiar eso, ningún cuerpo, ninguna caricia, nada.
Habitar ausencias. Volver a los libros, al amante de la china del norte que ama con desesperación, dice Marguerite Duras, a la frágil niña. Ver cómo ellos se abandonan bajo las sábanas, intentando huir, escapar de la soledad y el miedo. Y se aman como nadie lo había hecho nunca antes. Duras: “escribir es contar una historia que ocurre por su ausencia”. La capacidad de reflejarnos en una historia, de ver a través de ella, de descubrirse en ella.
Callarse por dentro, eso es el dolor. Que no quede nada por decir. Como si un siglo anidara bajo los pies. Hay una eternidad de ausencias, de acariciar nadas, de restar sin más.
Y cuánto dolor nos cabe en la boca, en una vida, en un silencio. Cómo averiguar si el cuerpo resiste caída tras caída, el ejercicio brutal, repetido tantas veces, de levantarse una y otra vez. Una batalla sin tiempo, sin horizonte final, una extensión ilimitada.
Cuando reconoces el dolor, lo conoces de cerca, nada vuelve a ser igual. El miedo acecha siempre. El frío es algo más que una sensación, forma parte de ti. En algún momento dejas de existir incluso, no hay cuerpo, sólo una soledad fría cuyo reflejo en el espejo te recuerda que sigues vivo. Todo ha cambiado pero en el escenario el protagonista sigues siendo tú. La lucha continúa. Aunque el cuerpo no responda, ni quiera hacerlo, el espectáculo sigue su curso. O abandonas por la puerta trasera y corres hacia la nada, o decides pelear. Decidas lo que decidas el dolor te acompaña siempre.
Volver a Duras: “En el libro hay eso: la soledad es la del mundo entero. Está por todas partes. Lo ha invadido todo. Sigo creyendo en esta invasión. Como todo el mundo. La soledad es eso sin lo que nada se hace. Eso sin lo que ya no se mira nada. Es un modo de pensar, de razonar, pero sólo con el pensamiento cotidiano. También eso está presente en la función de la escritura y ante todo quizá decirse que no es necesario matarse todos los días desde el momento en que todos los días podemos matarnos”.
El dolor como un perro rabioso que te agarra fuerte y no suelta. La impotencia total frente a él. No hay armas, ni herramientas, nada es suficiente. Cuando alguien intenta nombrarlo, descifrarlo, los sonidos desaparecen en la garganta. Sólo el silencio. Un silencio espeso y denso.
El dolor te convierte en una especie de no muerto entre los vivos, un ser extraño entre dos mundos. Cuando se conocen ambos lados nada vuelve a ser lo mismo. El no muerto se sitúa en un plano distinto al resto. No hay entendimiento posible entre un plano y otro. El no muerto conoce, ha visto, sentido, puede comprenderlo todo, el vivo camina despreocupado, de la tormenta sólo conoce el rayo.
La garganta se rompe cada vez que el no muerto hace el inexplicable esfuerzo de expresar, de realizar el acto carnal de comunicarse: hablar con silencio. Y su silencio se convierte en un silencio a voces que nadie entiende porque no saben, ni pueden, descifrarlo. La necesidad, la búsqueda, la impotencia de no saber a dónde te diriges y por qué. El tiempo del no muerto, lento y pausado, marcado por el golpe más reciente. Un tiempo que no acaba. Un descanso finito o infinito que no llega. Un descanso que desconoce, que ni alcanza a intuir. Mitigar el dolor. Pensar en los pequeños apartamentos con mucha luz, las casas grandes de techos altos, el espacio donde esconder el silencio o que el silencio hable de una vez por todas. Creer en esa posibilidad mínima.
El no muerto intenta hablar de nuevo. Vomitar lo incomprensible. Incoherencias. Certezas cojas.
La soledad como espacio indeterminado e indefinido cuyos límites cambian constantemente. El frío como compañero inseparable y fiel. El dolor como centro neurálgico. Un universo propio.
Es como si Gregor Samsa hubiese sobrevivido y la repugnancia y el dolor lo contaminasen todo. El no muerto se siente condenado al recuerdo. Después de haber visto, conocido…
Un pequeño oasis en el dolor, una imagen: la necesidad de conocer Trouville, de acariciar el mar. La vie tranquile (M.Duras)
Perdidos ante el dolor, desnudos, todos iguales, sin piel, sin rostro, sin nombre. El dolor lo engulle todo.
El no muerto acaricia un rostro desconocido y se busca en la caricia del otro. Intenta ver la luz en su piel. Se deja. Husmea. Se acerca. Y después la distancia inevitable. Silencios elocuentes. Tocarse para ser visto. Sentir animal bajo la mirada. Buscar. Buscarse en otro.
La mirada infinita del emigrado.
Perderse en la carencia. Lamer heridas, gemir noches enteras como bálsamo. Piedras de dolor que magullan. Restos. Tiempo oxidado.
El no muerto reconoce que toda su vida ha sentido frío. Su vida ha sido el frío y nada más. Ausencias. Reconocerse en el espejo duele demasiado: sentir un punzón ardiente atravesándote la garganta. Desear gritar. Saberse diferente, extraño.
La soledad total. El frío en los huesos. Caminar con miedo, como si la tranquilidad primera no hubiera existido nunca. En el punto cero ya existía el dolor. Comprender que no hay argumentos posibles para descifrarlo, nada sirve.
Aflicción: el reino de los no muertos.
Un perro sombrío en el espejo, desdentado, aullando, perdido...El no muerto sigue caminando. Continúa la espera, la salvación imposible del no ser. Difícil ver sin dios. El no muerto camina.
Apariencias que se desdibujan. Aullidos muertos. Callarse por definición, musitar dolores, enmudecer como firme propósito.
Comer temblando. Conciencia de haber muerto en ese instante. Y ese atisbo de luz, ese presentir que quema tanto.
La fuerza brutal de levantarse. La expresión mutilada de la impotencia. Sentirse muerto y caminar entre vivos. Sin remedio. Aullar. El no muerto continúa.
El miedo a permanecer vivo en el dolor. Y la experiencia del frío. El frío a cada paso, en cada esquina.
La soledad de las casas llenas. De las personas, de un mundo alrededor que no ve.
Extrañeza de continuar. La soledad de estar vivo y que nada importe, que el dolor lo inunde todo.
La mirada perdida del no muerto frente al mundo. El asco de ver por dentro la realidad, de oler el hueso tras el rostro. El asco de conocer, haber visto, haber palpado de veras. El no muerto busca humanidad, cree por un momento, y halla escombros como respuesta. El que ha sufrido demasiado y lo sabe, y que llegado este momento los caminos de regreso se pierden. El no muerto pierde la sonrisa por olvido.
Y entre escombros una pequeña pared en pie, piedras que no dependen ya de nadie. Oportunidades siempre remotas.
El dolor como nunca antes. Cuerpo infinitamente masacrado. No gemir por absurdo, la inutilidad de saber, saberse, haber visto, conocer respuestas. La indefensión y el poder del dolor, la contradicción misma. El vértigo de conocer la caída y la extrañeza de haberse levantado. Mirar desde dentro hacia fuera. El no muerto se reconoce en cada piedra del suelo. Continúa. Recuerda de pronto el agua bajo los pies desnudos, la caricia de la arena, la desnudez, el sol quemando, y se abandona. Creerse vivo por un momento. Recordar Trouville sin haber estado nunca allí. La dulzura de los paseos a media tarde. El olvido. El sueño del no muerto. Resquicios de esperanza aturdida.
La crueldad de las carencias. La soledad marcando el paso.
El no muerto se rinde una y otra vez, y pelea, y se esconde, nada es definitivo. Se abandona. Se convierte en una llanura desierta. Y observa. Ve el miedo, el alcance del vértigo. Escupe palabras para tapar el llanto.
Girar la llave de la memoria. No querer ver más. El no muerto se niega a haber sido visto.
Hundirse y no pasar nada. Extrañeza. El no muerto frente al espejo intentando reconocerse en algún gesto, las muecas del dolor. Saber que el camino de regreso no existe ni ha existido nunca.
El no muerto se levanta, continúa despacio.
Sorpresa ante la inusitada atención que despiertan los muertos que han sido rechazados en vida. Dónde el equilibrio. Cómo buscar la mirada justa.
La tragedia del no muerto de ver más allá. Donde los demás no llegan, donde el resto siente miedo y aparta la vista.
El no muerto, el que amanece como un aullido.
Tapar el dolor con restos del pasado. Rescatar al amante, su anatomía. Esconder la realidad en el cuerpo ajeno, el cuerpo amado. Olvidar o intentarlo al menos. Buscar respuestas. Los cuerpos como universo, ese momento en que permanecen entrelazados y el tiempo se detiene. La cópula como huida salvaje, definitiva. La no identidad. Ese momento en que dos se convierten en uno, esa extenuación final donde no hay lugar para el dolor. Creerse vivo en el amante y su cuerpo, como única forma de sentir la piel caliente todavía.
Fingir que no has muerto, borrar marcas y heridas, y no lograrlo nunca.
Enmudecer siempre. Aullido.
El no muerto no cree en el amor. En las servidumbres que el hombre impone. Cree en el momento que precede al beso, en esa cercanía intacta del todo es posible. De la identidad definida en ese mismo instante. Esa pertenencia. Su reflejo en el cuerpo amado. No creerse ningún milagro, sólo la mano que acaricia sin preguntas.
El no muerto sabe que debe continuar pese a todo. Se levanta y camina sin rumbo.
El dolor permanece agazapado, al acecho. El peor, el que calla, el que aúlla por dentro.
El no muerto se resucita cada día. Sobrevive de nuevo. La soledad cerrada del no muerto. El miedo a descubrirse vivo por un momento y que el oasis le invada.
Permanecer quieto. Brutalmente atrincherado.
Como un gato enjaulado volviéndose loco.
Incapacidad de querer. De creer en otro.
El no muerto se pregunta cómo matarse si ya estás muerto.
Esperar el final. Alivio. Siempre existe un final, aferrarse a eso.
Dolor. La corporeidad del dolor. La atrocidad del dolor en la materia inerte pero blanca todavía. Que el cuerpo aúlle.
El no muerto llega a la conclusión de que seguir viviendo, permanecer, es totalmente ridículo. Caer en el absurdo, de nuevo. Esa brutalidad de seguir. Sentirse en el dolor. Desconocimiento absoluto de lo que va más allá.
Escombros.
El no muerto se identifica con el perro viejo y magullado que nadie quiere. Lo ven. No lo tocan. Son cómplices del dolor. Le abandonan al desierto.
El no muerto desea que los ojos que observan el dolor sin inmutarse lo sientan en carne propia. Que reconozcan el dolor del mundo entero de repente, en un fogonazo. Y que puedan sentir el dolor de cada noche, cada día que el perro recorrió a rastras la ciudad. Y que sientan su dolor en cada dolor ajeno. Que así sea.
El no muerto anhela una palabra. La palabra exacta.
La extenuación de haberse convertido en un animal sin saberlo. De haber sido herido y no saber nada más. Temer las cercanías. Identificar caricia con golpe. Desconocer términos, significados. Haber vivido demasiado tiempo en el dolor.
Y el miedo.
El no muerto desea por un momento arrastrar al infierno a todos los que participan en la agonía del perro viejo. Al fango. Esperar, ingenuamente, que así comprendan.
Contemplar las heridas, las cicatrices, ver su rostro, su trayectoria, el camino que las conduce. El no muerto sabe explicarse en ellas.
El no muerto desea poner las cartas sobre la mesa. Hablar de la hipocresía de seguir viviendo, de la mentira que se aplaude cada día. De aterrizar sobre espinas y no sentir nada ya. Hablar de lo que nadie se atreve a decir, de lo que callan. Del grito silenciado. De nombrar las gigantescas heridas que ve a su alrededor. Del amor. De lo que se considera amor o comodidad, o cama y siesta. Del amor con cama y siesta y luego cama otra vez, y en medio ternura, y pasión. Añadir respeto a la cama y siesta para llegar a la pertenencia. O apartar la vista y convertirse en cobardes, fingir, seguir al rebaño.
El no muerto descubre que escribir no salva. No es suficiente.
El no muerto se hiere como escape. Observa la piel enrojecida y sabe que eso tampoco es suficiente. Ver la sangre y no pasar nada. Lamerse las heridas.
Como un gato enjaulado volviéndose loco. Loco. Sin salida. Loco.